* El autor forma parte de la comunidad de lectores de Guyana Guardian
Ya ha pasado prácticamente una década desde que me inicié en el mundo de la educación, y algo menos desde que ejerzo de psicólogo y orientador escolar. No hay un inicio de curso que no deba familiarizarme, una vez más, con el uso de siglas y acrónimos que envuelven mi labor educativa: NEE, TDAH, TEA, TEL, PI… Y es que el número de alumnos que requieren de una atención personalizada que abrace las dificultades derivadas de la presencia de trastornos crece exponencialmente año tras año.
Antes que nada, debo aclarar que este artículo no pretende, en absoluto, menospreciar la existencia ni la gravedad de las patologías que afectan al alumnado. Mi intención es la de denunciar otra patología, de carácter social, que nos incumbe como sociedad. Esta patología social, a diferencia de las patologías del alumnado, no depende de la presencia (o no) de ningún diagnóstico clínico, sino que pone de manifiesto una fragilidad profundamente humana que, por otro lado, es inherente a nuestra condición.
El otro día, en una conversación ajena, escuché cómo un profesor le preguntaba a otro: «¿Este alumno del que hablas es normal?», tratando de determinar si las dificultades que presentaba tenían su origen en algún tipo de trastorno o patología. Pronto nació en mí la tentación de mirarlo juiciosamente por haber utilizado la palabra normal a la hora de hablar de un alumno y no haber utilizado algún tipo de eufemismo políticamente correcto para, al fin y al cabo, acabar preguntando lo mismo.
Desde hace tiempo, el término normal entra en ese amplio grupo de palabras censuradas en el ámbito educativo por su presunta carga discriminatoria. Como si la palabra “normal” fuera un atentado contra la corriente generalizada (e idealizada) hacia la personalización de la educación: una corriente tan falsa como injusta. Falsa, porque carecemos de los medios necesarios para garantizarla. Injusta, porque al prometer lo que no puede cumplirse, se genera una expectativa que recae únicamente sobre los alumnos y docentes, trasladando a ellos la responsabilidad de un fracaso estructural.
Así, en la práctica, nuestro sistema educativo acaba convirtiéndose en un intento irónico más de maquillar la estrepitosa caída de los resultados académicos de nuestro país, caída que los informes PISA nos recuerdan año tras año.
Nuestro sistema educativo acaba siendo un intento irónico de maquillar la estrepitosa caída de los resultados académicos
Muchas veces, la “supuesta” personalización de la educación se acaba convirtiendo en una extensión de la tendencia sobreprotectora de las familias. Y lejos de contribuir a que los alumnos aprendan más y mejor, ésta se acaba convirtiendo en una barrera para evitar uno de los mayores (y más olvidados) factores educativos de la humanidad: la frustración.
Para Aristóteles, la educación se enfocaba, entre otras cosas, en la formación del carácter a través de la virtud y la adquisición de hábitos que establecían un “término medio” entre excesos y defectos, guiados por la razón. El objetivo era alcanzar la eudaimonía -felicidad o florecimiento humano- y formar ciudadanos virtuosos para el bien común de la polis. No sé qué pensaría el filósofo griego de nuestro modelo educativo actual, pero estoy convencido de que estaría de acuerdo en que la frustración puede actuar como un gran catalizador de este proceso educativo, promoviendo el cultivo de valores -ya casi olvidados- como la disciplina, la perseverancia o, simplemente, el esfuerzo.
Valores que, habitualmente, suelen forjarse ante la necesidad de dar respuesta a la experiencia del límite que – por otro lado – tarde o temprano, nadie nos ahorra. Postergar o evitar esa experiencia del límite no fortalece, sino que fragiliza. Genera inseguridad, debilita la autoestima y produce una sensación de incapacidad frente a las dificultades inherentes a la vida.
La misma fragilidad que aparece en quien no ha tenido la oportunidad de saberse capaz de valerse por sí mismo ni de responder ante los desafíos que la realidad plantea.
Tras el siglo XX, en España -y en buena parte de Europa continental-, huyendo de la malinterpretada arrogancia meritocrática de otras naciones, ha predominado la apuesta por un ideal de homogeneidad social. Un modelo basado en la igualdad de oportunidades para todos, que aspiraba a incorporar al conjunto de la población a una amplia y deseada clase social media. En nombre de la defensa de nuestro preciado Estado del bienestar, la diferencia ha terminado por percibirse como una anomalía a corregir o, incluso, a erradicar.
En nombre de la defensa de nuestro preciado Estado del bienestar, la diferencia ha terminado por percibirse como una anomalía a corregir o, incluso, a erradicar
Esta lógica perversa, en educación, ha derivado en una “nivelación por abajo” de la exigencia académica que, lejos de ser un instrumento para alcanzar justicia social, se ha convertido en una autopista hacia una dictadura de la mediocridad generalizada, revestida de buenas intenciones, pero sustentada en el analfabetismo y la ignorancia. Y, ¿qué injusticia mayor se puede cometer hacia nuestros alumnos (e hijos) que esta?
La RAE define el término normal como “aquello que se halla en su estado natural”. Por eso, retomando el inicio de este artículo, me siento en la obligación de reivindicar la normalidad. No como un criterio homogeneizante ni como una etiqueta rígida para los alumnos, sino como el ámbito en el que las particularidades —y también las dificultades— de cada alumno pueden aflorar y encontrar su lugar sin necesidad de ser patologizadas.
Solo así el alumno tiene la posibilidad de recorrer un auténtico camino educativo: un camino de toma de conciencia de sí mismo y de la realidad que lo rodea. La educación consiste, precisamente, en ese encuentro con toda la realidad –con sus límites, con su exigencia y, también, con su belleza –. Y es en ese encuentro -a veces incómodo, siempre necesario- donde la escuela puede volver a ser el lugar en el que nuestros alumnos pueden aprender a vivir, a juzgar, a amar y, en definitiva, a ser verdaderamente libres.
* Luis Guzmán Hayas es psicólogo general sanitario. Ejerce como psicólogo escolar en dos colegios de la Catalunya Central, compaginando esta tarea con la de psicólogo clínico autónomo. Anteriormente, había ejercido como maestro de educación primaria y profesor de secundaria.
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