La belleza del vacío y el arte de aburrirse

La Mirada del Lector

La hiperconexión característica del siglo XXI nos ha desconectado de lo más esencial: de nosotros mismos

Los millonarios de las grandes tecnológicas acuden a 'retiros de oscuridad' para calmar sus almas.

El vacío y el silencio.

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* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia

Hay un gesto radical que pocos se atreven a ensayar: sentarse en silencio, en una habitación vacía, sin hacer nada. No meditar. No visualizar. No respirar “consciente”. Simplemente estar. Sin estímulos, sin objetivos, sin nadie que nos observe ni aplausos que nos validen. Solo el cuerpo, el aliento, y ese mar interior que comienza a agitarse cuando el mundo exterior se apaga.

Es triste —casi trágico— que tengamos que pagar fortunas para huir a islas sin cobertura, cuando el verdadero paraíso está en el acto silencioso de detenernos. Hemos perdido la capacidad de estar con nosotros mismos sin huir despavoridos. Porque el vacío, en esta era de ruido, se ha convertido en enemigo. Y aburrirse… es visto como un fracaso.

Las redes sociales, las aplicaciones, los mensajes que vibran como insectos en la palma de la mano, nos prometen compañía constante, pero nos condenan al exilio de nuestra alma. Vivimos rodeados de rostros, de cuerpos, de voces, y sin embargo nos sentimos solos. Ya no se brindan copas, se fotografían. Ya no se habla con los ojos, se chatea. Ya no se ama en silencio, se publica. La hiperconexión nos ha desconectado de lo más esencial: de nosotros mismos.

El vacío, en esta era de ruido, se ha convertido en enemigo. Y aburrirse… es visto como un fracaso

El viejo concepto de horror vacui, nacido en el arte para describir esa pulsión de llenar cada espacio con formas, líneas, colores, sin dejar que el lienzo respire, ha mutado hoy en una dolencia espiritual. Un terror ancestral al vacío nos habita. 

En psicología, horror vacui es la angustia que nace cuando nos quedamos sin distracciones, a solas con nuestras sensaciones, con el temblor sutil del pecho, con el vértigo del pensamiento que no se esconde. Tenemos tan normalizado el exceso de información, de ruido, de ocupación, que el simple hecho de ser nos incomoda. Y entonces llenamos. Cada momento, cada silencio, cada rincón de la vida. Nos volvemos arquitectos del exceso.

Aburrirse es entrar en abstinencia. Abstinencia de dopamina, de estímulos, de validaciones. El cuerpo lo vive como un dolor físico, un picor que no cesa, una ansiedad que se arrastra por la piel. Queremos escapar. Comemos sin hambre, revisamos el móvil sin querer saber nada, abrimos series que no nos interesan. Lo que sea, menos escucharnos.

Pero si cruzamos el umbral. Si atravesamos el desierto del aburrimiento sin buscar espejismos. Si nos quedamos quietos, con la herida abierta y el alma temblando… entonces ocurre el milagro. La mente se amansa. El cuerpo reposa. Y en ese silencio fértil empieza a brotar algo. Una voz. Un recuerdo. Una certeza. Una brújula interior.

El aburrimiento es una purga. Una forma de ayuno espiritual. Vacía las manos para que podamos abrazarnos. Nos devuelve la intimidad con lo invisible. Y cuando por fin lo atravesamos, nos damos cuenta de que no era el mundo lo que nos dolía, sino la desconexión con nuestro propio centro.

No hay que volar a ninguna isla para encontrarse. La isla somos nosotros. Y está aquí, en el centro del pecho, esperándonos. Bastaría con apagar el mundo… y sentarse a mirar hacia adentro.

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