“El golpe de Estado permanente”, un clásico del arsenal retórico francés sigue en desuso en nuestras borrascosas polémicas. Por suerte, no se ha oído con todas sus letras en boca de la oposición más institucional, por más denuestos que lance al presidente en su malversación del legado constitucional, singularmente en asuntos catalanes. Posiblemente, se deba al tiempo transcurrido desde aquel referéndum que validó el pase en Francia del régimen parlamentario a otro presidencial, tras la operación de independencia de Argelia; fue el lema favorito de las filas socialistas para excitar a la movilización popular. O que haya un cierto reparo inconsciente en la derecha patria a un término de resonancias violentas. Y, más sencillo, la oposición mayoritaria no cree alcanzado ese punto de riesgo y piensa, todavía, que bastan nuevas elecciones para normalizar un sistema político, el español, cuyo eje es la rotación en el poder de los dos grandes partidos.
Precisamente, el 5 de septiembre el poder del Estado que se reviste del mayor respeto escalará un nivel desconocido de anormalidad, si, quien debe hacerlo, no evita que un acusado haya sido el primer orador en la apertura del año judicial. De no impedirse, el fiscal general habrá tomado la palabra en el solemne acto, para informar al país de la criminalidad del año anterior, mientras es convocado a juicio por abuso de poder. A todas luces, es imperativo sortear esta situación de excepción, y ahorrarse un conflicto institucional que afecta al sistema entero. Siempre hay sitio para sentir aversión al riesgo, y preferir una autoridad suspendida en su cargo a tiempo; so pena de arriesgar el derecho moral de esas mismas autoridades a recabar un respeto por las normas que emanan del legislador.
Es imperativo sortear esta situación de excepción, y ahorrarse un conflicto institucional que afecta al sistema entero
Aunque alejada de la agenda oficial, también aguarda la vuelta a clase en Torre Pacheco y otros centros escolares cercanos al suceso. Por primera vez en nuestro país, se ha invitado en las redes a practicar una persecución colectiva. Los institutos del campo de Cartagena parecen ser el punto de integración de una inmigración asentada en barrios aparte, y que ya ronda la tercera parte de su población. Se hace difícil imaginar el futuro de ese puente entre mundos distintos, cuando a una cuarta parte de los electores locales se les alienta al imposible deseo de las deportaciones masivas –un acto de fuerza–, mientras los textos que comparten en el aula las generaciones de ambos pueblos –la cultura establecida– reemplaza la manida “reconquista” por una “repoblación” que parece ignorar una memoria histórica conflictiva. Pocas dudas de cuál de ambas opciones terminará por ganar, si volvemos la vista al país vecino.
Lo que era sabido en países civilizados, aquello que la gente debemos tener por cosas a respetar, y aquellas que conviene evitar, va camino de ser un misterio indescifrable en nuestra política.