Cuando un bosque se quema, algún voto se quema. ¿Cuántos? Muchos y muy decisivos, a la vista de la feroz pugna que libran PP y PSOE por el control de la narrativa sobre las responsabilidades en la gestión de los actuales “incendios de sexta generación”. Sin embargo, el pasado no confirma esta hipótesis, aunque las magnitudes de la tragedia sean hoy prácticamente inéditas. Es decir, los casos históricos no son concluyentes.
Por ejemplo, Galicia, que es la comunidad con mayor número de incendios forestales, no presenta una correlación clara entre ese tipo de catástrofes y un posterior castigo en las urnas. Ninguno de los anteriores presidentes populares de la Xunta (Albor, Fraga o Feijóo) sufrió una penalización relevante tras una escalada de incendios, pese a que los del 2011 –con más de 42.000 hectáreas de superficie forestal calcinadas– o los del 2017, con más de 60.000, estuvieron entre los más graves.
En cambio, la izquierda gallega, que gobernó la comunidad durante años de grandes fuegos (1989, con más de 85.000 hectáreas de superficie arbolada quemada, y 2006, con más de 55.000), perdió el poder por la mínima en las inmediatas elecciones. Es posible que en esos desenlaces influyeran también otros factores –el secular talante conservador de Galicia, la dispersión del voto de izquierda, el desigual carisma de los candidatos o el sistema electoral– pero ahí sí podría asomar una cierta correspondencia entre la magnitud y gestión de los incendios y los resultados electorales posteriores.
La factura electoral de un incendio no castiga por igual a todas las fuerzas políticas en algunas autonomías
El caso catalán tampoco es concluyente. En 1986 se quemaron más de 42.000 hectáreas de superficie arbolada, con la simbólica montaña de Montserrat como uno de los epicentros del desastre. Dos años después, en los comicios de 1988, CiU repitió mayoría absoluta, aunque perdió tres escaños con respecto a su récord de 1984. Más relevantes fueron los incendios de 1994, que asolaron sobre todo el Bages y el Berguedà y quemaron más de 62.000 hectáreas de superficie arbolada.
La respuesta de la Generalitat ante los fuegos fue muy criticada; especialmente por un implacable Alejo Vidal-Quadras, que encarnó a la perfección la estrategia popular de explotar electoralmente la actuación de los adversarios frente a las catástrofes. Y un año después, en las autonómicas de 1995, Pujol perdió la mayoría absoluta. Ahora bien, el retroceso de CiU (en torno a cinco puntos) no fue mucho mayor en las zonas afectadas (en alguna fue incluso menor), por lo que cabe contemplar otros factores de desgaste: los escándalos en torno al “sector dels negocis” de Convergència, el avance de dos fuerzas fronterizas (el PP catalán, a su derecha, y ERC, a su izquierda) o la crisis económica.
Lo mismo cabría decir de los incendios que asolaron Andalucía en 1991, con especial incidencia en Almería y Málaga. Tres años después, el PSOE perdía la mayoría absoluta (cedía 17 escaños y cosechaba solo cuatro más que el PP), pero esa debacle electoral tenía muchos otros causantes posibles: los escándalos de corrupción (con el estridente caso Juan Guerra a nivel local) que afectaban sobre todo al Gobierno socialista del Estado (y que condujeron a su relevo en 1996), además de la situación económica o las divisiones internas en el PSOE. Y la misma pauta cabría aplicar al caso valenciano. En 1994 se quemaron casi 90.000 hectáreas arboladas y un año más tarde el PSPV perdió la Generalitat en unas autonómicas que supusieron un vuelco a favor del PP y dieron la victoria a los populares en 11 de las 13 comunidades en juego.
Los grandes fuegos y su gestión parecen tener un efecto de desgaste acumulativo sobre los gobiernos
De hecho, el impacto electoral de la gestión de los grandes incendios parece muy supeditado al contexto político y social y al respectivo desgaste de cada ejecutivo. Por ejemplo, en el 2012 la Comunidad Valenciana sufrió otra grave escalada de incendios (que afectaron a 26.000 hectáreas de superficie arbolada y a un total de 56.000 de terreno forestal). Tres años después, el PP perdió la Generalitat y hasta 24 escaños. Pero el escenario ya era adverso para los populares, asediados por múltiples casos de corrupción y desgastados por la gestión de la crisis, que propició la irrupción de nuevos partidos , como Podemos o Ciudadanos.
En cambio, un traumático incendio forestal en Andalucía, en el 2004, considerado entonces como el “más grande y devastador”, apenas tuvo un coste electoral para el PSOE. Es cierto que los socialistas perdieron cinco escaños en las siguientes elecciones, pero venían de un resultado excepcional en el 2004 y mantuvieron la mayoría absoluta. De hecho, en la provincia afectada (Huelva) el retroceso socialista fue aún menor.
El peso del contexto se puede apreciar en uno de los incendios más dramáticos por el número de víctimas: el de Guadalajara, en julio del 2005, que dejó un saldo de 11 muertos. Sin embargo, y pese a las críticas a la actuación de la Junta y a que varios altos cargos autonómicos fueron procesados, el socialista Barreda retuvo una sólida mayoría absoluta en las elecciones del 2007 y solo perdió tres escaños con respecto al resultado récord de Bono en el 2003.
Las pautas electorales del pasado ya no sirven ante megaincendios de una envergadura y consecuencias inéditas
Sin embargo, en las siguientes elecciones del 2011 –y en un contexto de severo desgaste socialista por las políticas de ajuste de Rodríguez Zapatero–, el PP de Dolores de Cospedal logró derrotar a Barreda por la mínima, aunque en línea con el vuelco electoral que se registró en buena parte de las autonomías.
Por todo ello, cabe atribuir a los grandes incendios y a su siempre debatida gestión un efecto de desgaste acumulativo, cuya intensidad depende de la solidez de cada ejecutivo. La paradoja, en un contexto de bloques irreconciliables como el actual, es que hoy los beneficiarios del desgaste podrían ser justamente los negacionistas de las políticas preventivas frente al “leviatán climático” global.