En más de sesenta años de oficio, este cronista solo escribió un par de notas sobre el aspecto físico de un jefe del Gobierno. Y esas dos notas han sido para interpretar los rostros de un genio de la imagen llamado Pedro Sánchez, a quien se puede aplicar un dicho del aclamado Friedrich Nietzsche: “Vuestras caras han hecho mucho más que vuestras razones”. Las caras de Pedro Sánchez han sido siempre muy poderosas. Demostraron su capacidad de adaptar los gestos a lo que quería transmitir. Y hay que repetirlo: si la política tiene mucho de teatro, Pedro Sánchez ha sido y sigue siendo un enorme actor. Posiblemente el mejor actor del escenario europeo.
Por eso, elijo su presidencial efigie como símbolo del momento: Pedro Sánchez lució una nueva cara en Televisión Española. Y tuvo dos efectos informativos: en los demás medios, su agresividad ante los jueces que investigan a personas de su entorno, a los que solo le faltó acusarlos de prevaricación; en las conversaciones privadas, una pregunta de barra de bar: ¿qué le pasa al presidente? En lo visible, le ocurre que está manifiestamente desmejorado, como si tuviera alguna dolencia. Sus ojos no tienen la viveza que conocíamos, sino la marca de la tristeza. En la entrevista apenas sonrió, como si se reservase para el encuentro con Starmer en Londres. Y su delgadez parece excesiva, incluso ahora que hay medicamentos que permiten perder quilos y operaciones bikini de forma tan acelerada como ostentosa. Ese cambio físico anuncia algo, aunque no sepamos qué. Quizá él tampoco lo sepa.
Que me perdonen en la Moncloa, pero esto plantea interrogantes y exigencias para formar opinión
Que me perdonen en la Moncloa, pero esto plantea algunos interrogantes y exigencias para formar opinión. Pregunta de partida: ¿por qué parece que Sánchez adelgazó de golpe, si ya lo habíamos visto así antes de agosto? Es una sensación óptica, porque lo vemos muy poco. La entrevista de Pepa Bueno fue la primera en un año. Si le hubiésemos visto adelgazar día a día, como lo han visto en palacio, no existiría esa sensación de repentina debilidad. La explicación que en su día quiso dar la vicepresidenta María Jesús Montero –“sufre y está al pie del cañón, empujando a España cada día”, le faltó decir “con lo que eso agota”– resultó levemente cómica, por ser suaves en la calificación. Y los servicios informativos del Gobierno no tuvieron el instinto o la voluntad de transparencia de salir a escena, explicar los motivos de tamaña delgadez o, sencillamente, comunicar a la opinión pública que el estado de salud del presidente es perfecto, como así deseamos que sea.
La cara puede no ser el espejo del alma, contra lo dicho por los clásicos. Pero sí es el retrato de un momento de la persona y, si se trata del máximo gobernante, también puede ser el retrato del estado de ánimo del país. Tener buena cara es indicio de buena salud, incluso de felicidad. Tener mala cara significa, por lo menos, que se ha dormido mal. En el caso del señor Sánchez no es que tenga mala cara; es que la sufre. Sufre mala cara y la gente tiene derecho a preguntar por qué. Sus asesores conocen, cómo no van a conocer, el dictamen del célebre fotógrafo canadiense François Brunelle: “La cara es la herramienta de comunicación por excelencia”. Si se hace de ella un uso pesimista, se transmitirá pesimismo a la nación. Y, puestos a buscar dictámenes de gentes que demostraron saber pensar, permítaseme citar a Lope de Vega: “Mis trabajos se vieron en mi cara / hallando (…) incierto el bien y cierto el desengaño”.

Sánchez, durante la entrevista
¿Acaso el rostro del señor presidente empezó a encontrar incierto lo hecho y cierto el desengaño de su propia obra? Sería magnífico, porque significaría la entrada en escena de la autocrítica, fenómeno desconocido por la mayoría de los gobiernos. Por ello me atrevo a una última pregunta: ¿hay algo en la vida pública que amargue al inquilino de la Moncloa? ¿Hay algo que justifique a Quevedo y su “arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué?” Aunque lo visto solo refleje un adelgazamiento erróneamente estético, hay motivos para una respuesta positiva. Cito los cuatro más elementales: la cuerda floja de gobernar pactando con socios de intereses enfrentados; el sentirse víctima confesa de una “campaña de deshumanización”; esa imagen que él considera injusta de hombre que solo tiene ambición del poder, y lo quizá más doloroso: la soledad internacional. Perdió la influencia, incluso la presencia europea, y ayer, cuando la intentaba recuperar en la cumbre de París, se le estropea el avión y, claro, no va a viajar en vuelo regular.