Catalunya es una nación”. Eso afirmaba el artículo 1 del proyecto de Estatut de Catalunya aprobado en el Parlamento ahora hace veinte años, el 30 de septiembre del 2005, con 120 votos favorables, los de CiU, PSC, ERC e ICV, del total de 135 diputados y diputadas. El título VII, votado por unanimidad, establecía que una futura reforma dispusiera del apoyo de las dos terceras partes del Parlamento, 90 votos, quórum que se mantuvo en el texto del 2006 aprobado en referéndum. La declaración unilateral de independencia del 2017 obtuvo 70 votos, muy lejos de aquel mínimo exigido. Las tres cifras, 120, 90 y 70, ayudan a entender el desenlace del proceso independentista.
Hace veinte años, el Parlament fue escenario de una ilusión transversal. Compartieron emoción los presidentes Maragall y Pujol, los dirigentes del PSUC, Gregorio López Raimundo, y de Òmnium Cultural, Jordi Porta, o los secretarios generales de CC.OO. y UGT. El texto llevaba el autogobierno al máximo que una lectura abierta de la Constitución permitía, definía exhaustivamente las competencias para evitar interpretaciones restrictivas e incorporaba un innovador título de Derechos, deberes y principios rectores. Sabíamos que la propuesta tenía que ser negociada en las Cortes y que el PP llevaría el texto definitivo al Tribunal Constitucional, pero la unidad generaba esperanza.
Para superar la anomalía del 2006 Catalunya debería votar un nuevo marco jurídico
No tiene razón el presidente del PP catalán, Alejandro Fernández, cuando afirma que se les impidió participar en la elaboración del Estatut. Su grupo parlamentario formó parte de la ponencia redactora a través del recientemente traspasado Francesc Vendrell y pudo discutir a fondo el articulado. Incluso, el 30 de septiembre los populares votaron a favor de dos de los ocho títulos del Estatut, mientras el PP español impulsaba una vergonzosa campaña anticatalana.
En el Congreso, el PSOE no respetaría aquello que aprobó el Parlament y presentaría numerosas enmiendas; también CiU registró algunas de tipo ideológico. Un polémico pacto entre Rodríguez Zapatero y Artur Mas propició la aprobación en las Cortes con cambios sustanciales en relación al texto inicial. CiU, PSC e ICV, sin embargo, consideraron que aquel Estatut mantenía bastantes mejoras en el autogobierno para propugnar el voto favorable en el referéndum. El pueblo catalán lo aprobaría con el 73% de votos afirmativos. Después vendría el triste papel de un Tribunal Constitucional que, fiel al PP, desactivaría aquella esperanza.
El pleno del Parlament, tras el debate del Estatut, el 30 de septiembre del 2005
Hoy, las situaciones en el Congreso y en el Tribunal Constitucional invitan a releer el Estatut del 2005. Catalunya es la única comunidad que después de votar un Estatut ha visto alterada su voluntad. Superar esta anomalía implicará que la ciudadanía vote en un futuro un nuevo marco jurídico pactado con el Estado. Con respecto a los contenidos, el exconseller Antoni Castells ha explicado que la financiación singular no es otra cosa que lo que dibujaba el texto del 2005. Recuperar aspectos de aquel Estatut, en parte mediante leyes orgánicas, permitiría el reconocimiento de Catalunya como nación, el blindaje del catalán e incrementar considerablemente el autogobierno en numerosos ámbitos, desde Paradores Nacionales a Salvamento Marítimo; y también en inmigración si se superara la paralizante demagogia complementaria de Junts y Podemos. Se podrían conseguir nuevas competencias en relación al poder judicial o reabrir cuestiones como la organización territorial. Eso sí, para avanzar haría falta abandonar negociaciones partidistas y parciales y construir mayorías integradas por las mismas fuerzas que aprobaron el Estatut ahora hace veinte años.