Si los cincuenta años que van desde la muerte de Franco hasta la publicación de las memorias del rey Juan Carlos I fueran un juego de mesa, en la primera casilla podríamos poner “las heces hemorrágicas en forma de melena” de los partes médicos que retransmitían la agonía del dictador. La sangre y la materia fecal podrían simbolizar una interpretación truculenta, basada en hechos dramáticamente reales, de la historia. Las últimas casillas podrían okuparlas (con k) los que, en nombre de un patriotismo reactivo, se empeñan en blanquear las aberraciones de la dictadura. Y en otra casilla conclusiva podríamos poner esas memorias eméritas, escritas desde la ventriloquia y la desmemoria de un autoexilio genuinamente hispánico.
Cuando, llevando al límite la lucidez y el sarcasmo, Manuel Vázquez Montalbán afirmaba que “contra Franco vivíamos mejor”, retrataba la contradicción entre las esperanzas de la resistencia y el reto de instaurar una normalidad democrática que no defraudara las expectativas de progreso, igualdad y justicia. Como hijo putativo del denigrado Régimen del 78, diría que la España de 1975 era mucho menos igualitaria, progresista y justa que la actual, pero también añadiría que hoy el país no es ni mucho menos todo lo igualitario, progresista y justo que me gustaría. Ejemplos de estas disonancias: en 1975 era imposible que, por la radio y la televisión, se potenciaran tribunas apocalípticas que amplifican un guerracivilismo recreativo, irresponsable, impune y negacionista. Tampoco era posible acusar al gobierno legítimo sin pruebas, con complots diseñados por unidades y laboratorios (judiciales, policiales, sindicales, mediáticos, mafiosos) siniestros, que, desde la mismísima estructura del estado, aprovechan las garantías democráticas para sabotearlas.
La instalación artística 'Libre', estuvo expuesta en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, reúne 25.000 réplicas en miniatura de la estatua ecuestre del dictador Francisco Franco pero sin jinete.
No sé si el espíritu fratricida y los micro-golpismos que siguen definiendo el país conseguirán abolir las libertades obtenidas a partir de 1975. Hay quien tiene el cinismo y la caradura de atribuirlas a un contubernio entre el rey Juan Carlos I, el establishment franquista, la oposición más tibia, los sectores menos inmovilistas del empresariado y de la iglesia y una agencia norteamericana de inteligencia que, por consejo de mi abogado, prefiero no citar.
El país ha evolucionado a pesar de las debilidades de sus gobernantes
Ante la sospecha de que todo eso pueda ser mentira o un vergonzoso pacto de silencio, me aferro a lo que me dijo mi padre, diputado del PSUC entre 1977 y 1986: “El secreto de la transición es que los dos bandos que más la necesitaban, franquistas y comunistas, no tenían ninguna tradición democrática”. Eso explicaría que la aplicación práctica de la teoría fuera defectuosa. Pero no evita que mis hijos y yo hayamos vivido con mucha más libertad que mis padres, aún sabiendo que la libertad sigue estando amenazada por una triple pinza perversa de totalitarismo de derechas, puritanismo de izquierdas e ignorancia transversal.
La amenaza proferida por Alfonso Guerra – “cuando nos vayamos, a España no la va a reconocer ni la madre que la parió”– es, para bien y para mal, una realidad. Una realidad imperfecta, que perpetúa debilidades políticas y éticas que provienen del franquismo, sí, pero también de una tradición que nos retrotrae al Lazarillo de Tormes, la Inquisición, el Conde de Romanones, la antropofagia suicida de las izquierdas, Gernika, Guruceta, los hermanos Creix o Rodolfo Martín Villa.
Pasados estos cincuenta años, da la impresión que el país ha evolucionado a pesar de las debilidades de sus gobernantes. Unos gobernantes avalados por los que, intuyendo que cualquier otra alternativa era peor, los hemos ido votando. En mi caso, constato que lo que más ha cambiado es la ilusión a la hora de ir a votar. Con dieciocho años lo hacía con una alegría patriótica comparable a la de la noche del gol de Iniesta en Sudáfrica. Hoy voto dopado y con una pinza en la nariz, en parte para honrar la memoria de mis padres –y de los que perdieron la guerra– y en parte para combatir la posibilidad de que vivir contra Franco –y los que la ganaron– vuelva a ser una realidad plausible.
