Situémonos: 22 de noviembre de 1975. Dos días después de la muerte de Franco, Juan Carlos es proclamado rey. En su discurso en el Congreso insta a los españoles a permanecer unidos para ganar el futuro; a modernizar el Estado con sentido de continuidad, alabando la figura del dictador que, “como soldado y estadista, ha consagrado toda la existencia” al servicio de España. En adelante, el nuevo rey se reconocerá “juancarlista, no monárquico”. La falta de condiciones para injertar la corona en el lejano reinado de Alfonso XIII lo convertirán en mito fundacional de un país que deja de ser la excepción europea, superadas las dictaduras griega y portuguesa.
El desguace del aparato franquista —desde dentro y sin ajustar las cuentas con el pasado— cambian un estado que se definirá como “social y democrático de derecho”. De una dictadura en la que Franco concentra todos los poderes se pasa a una monarquía parlamentaria, en la que el rey es el jefe de Estado, pero solo con funciones representativas. En los casi cuarenta años de franquismo, los tribunales estaban sometidos a la voluntad política del régimen, las Cortes eran solo simbólicas, no había elecciones libres, ni partidos legales, ni sindicatos independientes.
Juan Carlos I fue proclamado rey el 22 de noviembre de 1975, asumiendo ser jefe de Estado y marcando el inicio de la transición. El acto se celebró en las Cortes
En el año 1976, la ley para la Reforma Política legalizó de manera progresiva los partidos –ERC tardó más que el PC– y los sindicatos. Se instauraron las elecciones libres, regulares y universales, y el sistema multipartidista con alternancia de poder. Este proceso, la transición, no estuvo exento de presiones, de atentados y de asesinatos, como explica Xavier Casals en El voto ignorado de las armas (2016). A partir de la aprobación de la Constitución en el año 1978 se reconocieron, entre otros, los derechos humanos, la libertad de expresión, de reunión, de asociación y la diversidad cultural y lingüística del país.
De una dictadura en la que Franco concentra todo el poder se pasa a una monarquía parlamentaria
También se separó el poder legislativo del Congreso y el Senado del ejecutivo del Gobierno y el presidente que, por medio de la soberanía popular, emana del Parlamento y responde ante él. Y también del poder judicial, acompañado del Consejo General del Poder Judicial para garantizar la independencia, un Tribunal Constitucional que vela por el cumplimiento de la Constitución y una reestructuración del Tribunal Supremo.
España pasó de ser un estado centralizado a poner un nivel administrativo más entre el Gobierno central y las diputaciones y provincias: las autonomías –diecisiete– con parlamentos, gobiernos y competencias propios, y dos ciudades autónomas, además de reconocer la autonomía municipal. En paralelo se promovió una administración pública profesionalizada y neutral y una progresiva implantación de leyes de transparencia y acceso a la información pública. Y se crearon figuras hasta entonces inexistentes, como el Tribunal de Cuentas, para fiscalizar las finanzas públicas, o el Defensor del Pueblo, para proteger los derechos ciudadanos.
Con respecto al franquismo, la España democrática, definida como “estado aconfesional”, limitó el poder institucional que tenía la Iglesia católica, a pesar de mantener una relación prioritaria. Pasado el golpe de estado del 23-F, se modernizó la cultura de los cuerpos policiales y del ejército en una “transición larga”, como la llamó el historiador Carlos Navajas. Y, después de décadas, en el 2018 se acabó con el terrorismo de ETA, creada en el año 1959.
El teniente coronel Antonio Tejero lideró un grupo de guardias civiles que asaltó el Congreso durante la votación para investir a Leopoldo Calvo-Sotelo.
Asimismo, España dejó el aislamiento internacional y la supeditación a los intereses estadounidenses para integrarse de lleno en la OTAN, ingresar en la Comunidad Económica Europea –posteriormente, Unión Europea– y convertirse en un miembro activo del Consejo de Europa y otros organismos internacionales, con una política exterior controlada por el Parlamento y no dictada por una única persona.
A pesar de la eterna crítica lampedusiana de que todo cambió para no cambiar nada, lo cierto es que en cincuenta años España ha dado la vuelta como a un calcetín a su organización política. El país de hoy no tiene nada que ver con el de entonces, aunque numerosas voces, como Francesc-Marc Álvaro en El franquisme en temps de Trump (2025), alertan de la persistencia de un “franquismo sociológico”. Y de que, a pesar de los cambios, casi ninguno de los avances democráticos conseguidos se encuentra bien asentado. Ni el Senado es uno cámara territorial, ni la arquitectura autonómica está bien acuñada, ni la separación de poderes es tan completa como haría falta. La estructura modernizada del Estado no hace aguas, pero tiene daños serios.
Paradójicamente, la institución que a la salida del franquismo generaba más reservas –el ejército– es la que en el conjunto del Estado recibe menos crítica ciudadana. En el CIS de mayo de este año era la que generaba más confianza (6,8 con respecto al 2,96 de los partidos). Sobre todo por su implicación en labores humanitarias, catástrofes naturales y porque se ha mantenido, al menos en público, al margen de grandes manifestaciones políticas, a diferencia de Francia.
Las generaciones que no conocieron al dictador decidirán si se fortalece la democracia
La opinión general sobre la Corona es más difícil de calibrar. La muerte del juancarlismo ha permitido que, con Felipe VI, los ciudadanos puedan ser monárquicos (o no), sin necesidad de adhesión a la figura por encima de la forma. Pero, irónicamente, su continuidad puede estar ligada al fortalecimiento de la democracia. Los nacionalpopulismos ascendentes que quieren mantener la carcasa del Estado y vaciar el entramado institucional interior no le son incondicionales.
Serán las generaciones que ya no conocieron al dictador las que decidirán si se fortalece la democracia que hace medio siglo se puso en marcha en España. Estas solo disfrutarán de la libertad que tienen ahora si no la banalizan. Y si comprenden que el “respeto y la gratitud” de Juan Carlos I hacia Franco por “haber asumido la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del estado” se expresaron en un momento concreto, pero que estaban basados en una falsedad.

