En 1975 estábamos muy lejos del país que somos hoy. Todos nos parecíamos a nuestros vecinos. Había muchos niños con muchos hermanos, menos abuelos, que morían, además, con edades que ahora nos parecerían demasiado jóvenes; matrimonios irrompibles como las vajillas Duralex y las maletas que arrastraban los emigrantes entonces llevaban nombres, casi todos, españoles.
Causa o efecto, la muerte de Franco y la llegada de la democracia discurriría pareja al radical cambio demográfico de España y de Catalunya que nos ha traído hasta el siglo XXI.
El año 1975 fue un año importante, subraya Joaquín Recaño, investigador asociado del Centre d’Estudis Demogràfics (CED) de la Universitat Autònoma. Recaño y el subdirector del CED, el gran demógrafo Andreu Domingo, nos acompañarán a lo largo del relato de esta otra transición.
FUENTE: CENTRE D' ESTUDIS DEMOGRÀFICS
Todo empezó a principios de los años setenta con la crisis del petróleo –iniciada en 1973, por cierto, como consecuencia del enésimo conflicto de Israel con sus vecinos–. El aumento brutal del precio del crudo provocó el primer aprieto de la, hasta aquel momento, pujante economía industrial española.
El flujo de millones de españoles que vivían en zonas rurales y llenaron las fábricas de brazos y de vida los barrios de las áreas metropolitanas de Barcelona, Madrid, Bilbao o Valencia, se agotaba después de casi dos decenios continuados de un desplazamiento masivo.
Ahí nace el mito de la España vaciada, un término del siglo XXI que no entusiasma a Recaño. El fenómeno es otro: el profundo desequilibrio entre las regiones ricas, del centro y el litoral, y las despobladas que ya lo estaban, lo están y seguirán estándolo salvo que acaben orbitando en torno a alguna de las regiones metropolitanas que siguen absorbiendo población –ahora población nueva, inmigrante– y riqueza. Ya éramos un país desigual en 1975 y lo seguimos siendo.
Otra consecuencia de la crisis que afectó a todo el mundo
occidental fue el paulatino retorno de los cientos de miles de españoles que el franquismo había empujado a ir a trabajar a Europa en busca de sustanciosas remesas. Los gasterbeiter volvían a casa con pensiones europeas en el país de las pensiones mínimas.
Y aún ocurría otra cosa, aunque de modo incipiente. Al exilio latinoamericano que huyó de las dictaduras de Chile, o Argentina se sumarían en esa década los primeros grupos de argelinos, tunecinos, marroquíes o senegaleses. Se quedaron en España después de que, en el camino hacia Europa, se encontraran las fronteras cerradas a cal y canto debido a la crisis. España empezaba a dejar de ser uniforme.
Andreu Domingo sostiene que la economía explica gran parte de los fenómenos demográficos. Quien viene, quien deja de venir, quién regresa... Luego volveremos a esta cuestión para hablar del presente.
Más cambios trascendentales: el segundo franquismo fue un momento de especial fecundidad. La estabilización de finales de los años cincuenta –después de que el régimen arrinconara la doctrina falangista y situara al frente a tecnócratas con buenas conexiones con la administración estadounidense– empujó a la joven generación que había cruzado la Guerra Civil y sus enormes penurias –cartillas de racionamiento, carencia de vivienda, un sistema sanitario y de empleo precario– a consolidar sus vidas de acuerdo con el patrón del momento: bodas, bautizos y comuniones. Y trabajo. Fueron años de promoción social.
En los años setenta termina el éxodo del campo a la ciudad y empiezan a regresar nuestros emigrantes
Ahí se produce –con retraso respecto al resto de países de Europa– el baby boo m español. En los años sesenta y hasta la primera mitad de los setenta nacían en España entre 650.000 y 700.00 niños por año. Por comparar con el presente, en el 2023 se registraron 323.000 alumbramientos.
¿Qué cambió para que se produjera este desplome? A los factores económicos –ya hemos hablado de ellos– se suma un profundo cambio del patrón social y político en el que resulta clave la progresiva emancipación de la mujer que se incorpora el mundo del trabajo y el estudio, resume Andreu Domingo.
De todo ello resultarán nuevas trayectorias vitales, otros modos de familia que se constituyen con retraso respecto a las generaciones precedentes y, con ello, la drástica, repentina caída de la natalidad tanto para el conjunto de España como para el caso catalán.
Es entonces cuando empieza a configurarse el modelo demográfico que hoy nos caracteriza y donde el perfil de Catalunya y el resto España se hace cada vez más igual. Mejor dicho: idéntico. Solo la inmigración compensa la muy baja capacidad reproductiva del país. Este perfil no es extraordinario y nos sitúa en la órbita de la mayoría de los países desarrollados.
Para que se entienda: a día de hoy solo el continente africano –el más prolífico del planeta– tiene tasas de natalidad parecidas a las que registraba España en los momentos álgidos del siglo XX.
Inicio del curso escolar en un centro educativo de Barcelona este pasado mes de setiembre
Más cambios: la vida se alarga. Los boomers son una generación longeva comparada con sus predecesores y esto tiene que ver con la mejora de las condiciones de vida y con el desarrollo de un modelo sanitario universal que llega con la democracia. La esperanza de vida en España a los 65 años ya alcanzó en el año 2000 los 16,6 años más para los hombres y los 20,5 para las mujeres en comparación con lo que ocurría un siglo atrás.
La suma de todos estos factores pone sobre la mesa de la conversación con Joaquín Recaño y Andreu Domingo otro concepto: la relación de dependencia, esto es la cantidad de personas de más de 67 años o de menos de 16 sobre el conjunto de la población. O dicho de otro modo: cuánta gente está en edad de trabajar comparada con la que no lo está. En España hace ya algunos años que esta relación se sitúa en el 50% en el promedio de las regiones.
Este indicador es clave para entender cuántas personas necesita atraer un país para sostener su sistema social y económico. En suma, explica por qué España atrae inmigrantes de todo el mundo dispuestos a trabajar.
Andreu Domingo sostiene que con el progresivo deterioro del sistema social, en especial tras la crisis del 2008 que desmanteló parte del Estado de bienestar, los trabajadores extranjeros son los que han garantizado el sostenimiento de las clases medias que se han visto impulsadas desde abajo por los nuevos contingentes de trabajadores más baratos predispuestos a ocuparse de lo que ya no se ocupan quienes estaban antes.
En realidad todas las olas migratorias, internas o externas, han tenido esa virtud. Ahora bien, advierten Domingo y Recaño, con una economía de escaso valor añadido –el turismo, la distribución uberizada , los servicios asistenciales precarios, o la agricultura intensiva a base de braceros itinerantes–, este empuje desde abajo y hacia arriba es y será cada vez más débil. Esto tiene mucho que ver con la avería del ascensor social.
Cincuenta años después, el impulso de las clases medias gracias a la inmigración es cada vez más débil
Si a ello se añade que nuestras ciudades se han acomodado con entusiasmo al mercado global –los inmigrantes de países ricos constituyen el segundo grupo más importante de recién llegados a España después de los latinoamericanos y muy por delante de los africanos o asiáticos– la percepción de que al menos una parte de la ciudadanía, en especial los jóvenes, llevan demasiado tiempo anclados en la planta baja del edificio social y de que algunos nos están adelantando en la cola de espera es lacerante en términos políticos.
Y así vamos a cumplir cincuenta años.

