La mejor manera de recorrer el cementerio de Montjuïc es conduciendo. Es sábado y apenas entran algunos coches de probables familiares. El silencio general solo es interrumpido por los ecos del puerto y los pitidos de mercancías y cruceros que asoman justo enfrente, en una panorámica abierta al mar. Hace unos años, las gaviotas se adueñaron de algunas zonas del recinto y llegaron a provocar serios percances, hasta el punto de que Cementerios de Barcelona recomendó a los visitantes acudir con paraguas para protegerse de la actitud agresiva de los animales; si bien esta mañana, Salvat-Papasseit lo dice, “volen tan altes, les gavines del port, que planegen només”. Basta con detenerse unas cinco o seis veces para completar la visita con calma, y en cada parada se puede hacer una breve excursión entre los caminos y sepulturas.
Al poco de ascender aparece la tumba del político y escritor Enric Prat de la Riba, bajo la sombra de un ciprés. Durante el franquismo llegó a circular la duda de si sus restos seguían allí, aunque nunca se aclaró del todo. El sobrio homenaje es puro noucentisme: una cruz de Sant Jordi preside el espacio, flanqueada por cuatro bancos que representan las provincias catalanas. En su entierro se utilizó la célebre carroza fúnebre de caballos conocida como Carrossa Estufa, la misma que acompañó a Josep Llimona o Santiago Rusiñol. Solo un peldaño más arriba, casi aislada del resto, el visitante identificará el panteón del tenor Francesc Viñas, referencia del wagnerismo catalán. Su tumba luce una escultura monumental con Lohengrin, Christian y Parsifal, con este último alzando el Grial, símbolo del mito que Wagner devolvió a la modernidad y que Viñas ayudó a arraigar en Catalunya.
La sepultura del político y escritor Enric Prat de la Riba, bajo la sombra de un ciprés
Subiendo entre curvas y terrazas, lo que aparece con más insistencia son miles de sepulturas discretas, repetidas, anónimas, que se multiplican por todo el cementerio; inscripciones a veces mínimas, como un “Pau eterna”, “Bon repòs”; o una que lleva “Conchi”, secamente. Más allá de las rutas literarias, artísticas o históricas que hoy pueden seguirse con un código QR, lo que realmente marca el recorrido es lo inesperado, hallazgos como la tumba de Francesca Bonnemaison en la vía Santa Eulàlia, la capilla de la familia Goytisolo o excentricidades maravillosas, como la de un catedrático de Anatomía, Jaume Farreras Framis, quien, a modo de lección eterna, mandó representarse con el cráneo al descubierto.
De hecho, el espacio es tan grande que el cementerio en cierto modo funciona como una ciudad en sí misma, con barrios y zonas nobles, donde la burguesía catalana llegó a competir a finales del siglo XIX y principios del XX por asegurarse el mejor lugar; esa “batalla” dio mucho juego a escultores y arquitectos —Albareda, Puig i Cadafalch, Domènech i Montaner, Sagnier, entre otros— y es la explicación de que hoy el visitante encuentre capillas familiares o puertas de mausoleos que nada tienen que envidiar a algunas fachadas del paseo de Gràcia.
El cementerio también se asemeja con la ciudad en el hecho de que el recinto crea curiosas vecindades. Aquí, por ejemplo, reposan a muy pocos metros Àngel Guimerà y Joan Vinyoli
—dos autores que seguramente no coincidirían en una antología—, unidos en la discreción de dos sepulturas modestas. Muy cerca, una sepultura de la familia Junoy —¿serían parientes del poeta vanguardista Josep Maria Junoy?— recuerda que la trama no es casual.
La ruta femenina, aún poco transitada, sigue a pioneras como Teresa Claramunt i Creus o Dolors Monserdà i Vidal
Una parada imprescindible de cualquier cementerio siempre son las tumbas gitanas, una comunidad para la cual la muerte no es un asunto menor. Los rituales gitanos combinan expresiones del cristianismo con costumbres propias: el luto, que puede durar tanto como un año para los allegados más cercanos, y donde vestir de negro, limitar celebraciones y evitar la música se convierte en señal de duelo. Los gitanos cuidan mucho de estos espacios: recién colocadas, las flores —rosas de colores, claveles, ramos simples— lo delatan. Entre todas esas tumbas destaca particularmente la de Antonio Jodorovich Estancovich, frente a una gran capilla familiar. Una escultura realista le representa de tamaño casi humano: la ropa, los rasgos y hasta un paquete de tabaco le sale del bolsillo, un detalle que lo humaniza y rompe en cierto modo la solemnidad del lugar.
Vale la pena seguir la ruta femenina, aún poco transitada. Aquí reposan pioneras como Teresa Claramunt i Creus (1862-1931), obrera textil y activista que se convirtió en referente del anarcosindicalismo y del feminismo en Catalunya, incansable defensora de los derechos de las trabajadoras. Muy cerca está el panteón de Dolors Monserdà i Vidal (1845-1919), escritora y dramaturga, primera mujer en presidir los Jocs Florals, símbolo de la incorporación femenina al mundo literario y cultural catalán. También la huella íntima de las mujeres ligadas a Joan Miró —su madre, su esposa y su hija— aparece en el mausoleo familiar conocido como Arc-Cova. Y en el Fossar de la Pedrera, espacio de homenaje a las víctimas de la represión franquista, la presencia de mujeres anónimas recuerda que la historia no solo se escribe con nombres propios.
El homenaje a Lluís Companys ocupa aquí también un lugar especial: en el mismo Fossar hay una tumba común donde reposan los restos del presidente ejecutado en 1940. Este espacio es desde hace muchos años monumento de memoria institucional: cada 15 de octubre se celebra un acto público en su honor y en el de todas las víctimas de la represión.
La tumba de Verdaguer es uno de los reclamos más populares del cementerio
Siguiendo una ruta en clave política, una parada esencial también ha de ser la tumba de Francesc Macià, presidente de la Generalitat, fallecido en la Navidad de 1933. Su panteón, situado en la Agrupación Cuarta del sector Sant Josep de Montjuïc, recibe cada año ofrendas y ceremonias institucionales. Curiosamente, muy cerca también descansa Florenci Pujol i Brugat, padre de Jordi Pujol Soley, en el mismo sitio donde enterraron el pasado julio a Marta Ferrusola, la que fue su yerna, y donde —presumiblemente— se enterrará al 126.º presidente de la Generalitat.
Quizás uno de los sitios de memoria histórica más espectaculares del lugar es el Panteón de los Franceses, dedicado a los soldados galos y voluntarios españoles muertos “por el triunfo de la justicia y la libertad” durante la Primera Guerra Mundial. Desde distintos ángulos se percibe su magnitud y los nombres esculpidos en una gran piedra, con una forma de estela vertical. Todo el conjunto tiene un aire de conmemoración heroica, sobria pero cargada de simbolismo republicano y memorialista, muy característico de los monumentos de posguerra dedicados a la fraternidad entre España y Francia.
El Panteón de los Franceses, en honor a los soldados galos que cayeron en la Primera Guerra Mundial
El entierro de Verdaguer fue la mayor manifestación de duelo que se había producido nunca en Catalunya. Su tumba, más de cien años después, sigue siendo uno de los reclamos más populares del cementerio. Situada en la parte alta, el homenaje se integra en el entorno natural, aprovechando una gran roca rojiza que actúa como fondo y soporte del conjunto. A ambos lados, los cipreses y el muro de nichos refuerzan la sensación de verticalidad y silencio, con esa austeridad casi monástica.
Otra joya imprescindible —tantas que resulta imposible abarcar todas en una sola visita— es la tumba de Ildefons Cerdà, el ingeniero que ideó el Eixample y que murió en 1876, en un balneario de Cantabria. Solo, divorciado y completamente olvidado. La prensa apenas publicó breves notas y el semanario La Campana de Gràcia señaló que el urbanista había fallecido “poco menos que pobre”. Barcelona, aún dividida por las polémicas de su plan del Eixample, no estaba preparada para reconocer su legado.
La tumba de Ildefons Cerdà, el ingeniero que ideó el Eixample y que murió en 1876
Casi un siglo más tarde, en 1971, el Ayuntamiento trasladó sus restos a Montjuïc, en una iniciativa impulsada por el Col·legi d’Arquitectes, justo cuando se reeditaba su tratado de urbanización. La preciosa escultura que hay encima de su tumba, bastante desconocida y de autor igualmente desconocido —si bien se ha atribuido erróneamente a Subirachs—, reproduce un fragmento de su plano de 1859, con las manzanas proporcionales a su trazado original. Cerdà, que precisamente proyectó sin éxito la urbanización de Montjuïc, ha acabado descansando en la misma montaña que quiso ordenar. Un destino, al menos, perfectamente planificado.


