En una época en la que el feminismo enfrenta una contraofensiva, atraviesa tensiones internas y padece los estragos del auge del fascismo, Irene García Galán (Donostia, 1999) irrumpe con una voz lúcida y profundamente comprometida. Feminista y activista en los movimientos antifascistas, esta historiadora lleva años cuestionando los pilares del sistema desde París, ciudad en la que vive desde que alcanzó la mayoría de edad.
Ahora publica Hilaria (Errata Naturae, 2025), un libro que parte de la historia de su tatarabuela —una mujer obrera vasca que enviudó pronto y sacó adelante a sus siete hijos en la España convulsa de los años treinta—. La Vanguardia conversa con esta joven autora sobre memoria histórica, justicia, feminismo y el poder de contar nuestras propias historias, también de las que fueron invisibilizadas.
¿Quién era Hilaria y por qué es el hilo conductor de este ensayo?
Hilaria era mi tatarabuela por parte de mi familia paterna. Es todas y es nadie. Fue una mujer normal y corriente, de clase trabajadora, en la Euskal Herria de principio del siglo XX. No fue una heroína, no hizo nada fuera de lo común. Vivió una vida como la de tantísimas otras mujeres de su época: cuidó de sus hijos, trabajó y atravesó los acontecimientos que le tocó vivir.
Para mí es importante hablar de ella, tomarla como hilo conductor y, además, reivindicarla poniendo su nombre en el título. Porque esas mujeres también merecen que sus historias sean contadas, que sus nombres sean recordados.

Irene García Galán, escritora, autora del llibre 'Hilaria: relatos íntimos para un feminismo revolucionario en el siglo XXI.
¿Hilaria nace del recuerdo familiar o el deseo de escribir un manifiesto feminista desde lo íntimo?
Primero nació de la parte teórica. El libro se divide en cuatro partes en las que intento articular el feminismo con otras nociones: anticapitalistas, antifascistas, anticarcelarias, entre otras. Tras publicar mi primer libro, El Terror Feminista (2022), que trata sobre el uso de la violencia contra el patriarcado, comencé a documentarme con textos de diferentes ámbitos —sobre el fascismo, el sistema penitenciario, etc.— aunque sin una coherencia narrativa clara en ese momento.
Fue al volver a casa cuando mi familia empezó a hablarme de las tías de mi abuelo. Siempre había oído hablar de ellas, de lo modernas e inteligentes que eran, y de su mentalidad abierta para la época. Mi interés creció, y comencé a descubrir más cosas. Conocí a familiares lejanos a los que nunca había visto, y a partir de ahí, esas mujeres se convirtieron en mi inspiración.
Poco sabe de su tatarabuela, más allá de los recuerdos de una familiar lejana. ¿Cómo se construye un relato desde las ausencias?
Mi tía abuela tenía 12 años cuando empezó la guerra, entonces la vivió de manera diferente. La llegué a conocer un par de veces, aunque era demasiado pequeña para preguntarle sobre nuestros antepasados, ella sí que contó cosas a otros familiares, que luego me han compartido. También dejó documentos, fotos y textos a los que he tenido acceso. Y, aunque se sabe poco, a partir de estos silencios se puede hacer historia.
Casi medio millón de personas cruzaron la frontera francesa y fueron encerradas en campos de concentración
En cambio, sus tíos bisabuelos encarcelados sí aparecen en documentos.
Los tres hijos varones de Hilaria eran militantes y, cuando entran las tropas carlistas en San Sebastián, huyen principalmente a Bilbao. Uno de mis tíos logra escapar y, como represalia, las autoridades acuden a la casa familiar: para hacer presión, encarcelan a Hilaria y a su hija mayor, Lola. De mis tíos he podido encontrar documentos: registros de su paso por el frente, artículos, e incluso documentos judiciales. Es decir, existen fuentes oficiales y extrafamiliares sobre ellos.
En cambio, de las mujeres no he encontrado nada más allá de lo que nos ha transmitido la tía Pili. La cárcel en la que estuvieron, en San Sebastián, ya no existe, y la mayoría de los archivos tampoco.
También está investigando sobre las mujeres anarquistas exiliadas en Francia desde 1939.
Antes de la guerra el movimiento anarquista español era muy potente. Cuando estalló el conflicto, la CNT contaba con un millón y medio de afiliados. En el caso de las mujeres, existía la Federación de Mujeres Libres, una organización libertaria femenina que reunía a casi 20.000 mujeres en todo el Estado. Participaron en la revolución y en la guerra como pudieron, y muchas de ellas acabaron exiliadas.
Mucha gente desconoce lo que supuso ese exilio. Entre enero y febrero de 1939, casi medio millón de personas cruzaron la frontera francesa y fueron encerradas en campos de concentración. Allí, hombres, mujeres y niños fueron separados. Sufrieron maltratos y muchos murieron a causa del hambre, las enfermedades o incluso por las palizas que recibieron a manos de los gendarmes franceses.
Después, con la llegada de la guerra a Francia, la situación se agravó: los exiliados tuvieron que elegir entre regresar a la España franquista o convertirse en carne de cañón para el ejército francés. Muchas de esas mujeres permanecieron en Francia durante décadas, luchando por mantener viva la memoria de la revolución, sin embargo, fueron totalmente invisibilizadas.
Este año se cumplen 50 años de la muerte de Franco. Pero aún se escuchan frases como “con Franco se vivía mejor” o directamente hay jóvenes que no saben quién fue.
Me preocupa mucho que algunos jóvenes desconozcan lo que pasó, lo banalicen o incluso lleguen a romantizarlo. Hoy en día, siguen habiendo más de 100.000 personas desaparecidas y más de 2.500 fosas comunes sin abrir. No se abren por falta de fondos y porque, según quién gobierne, se bloquea políticamente. Vivimos en un país instalado en la desmemoria.

Irene García Galán investiga sobre las mujeres anarquistas exiliadas en Francia desde 1939.
¿Se habla poco de fascismo a las nuevas generaciones?
Confío en la educación y en la necesidad de hacer pedagogía, pero también creo que no es suficiente con la propaganda política o mediática actual. Por ejemplo, en Francia estamos viendo un auge del fascismo brutal que, a su vez, instrumentaliza el feminismo. Se están desarrollando grupos fascistas femeninos, compuestos por mujeres, en los que se presentan como defensoras de las mujeres, pero solo denuncian la violencia machista cuando el agresor es migrante o musulmán. Estos grupos están presentes en medios de comunicación a diario.
Entrando en materia feminista, ¿por qué cree que los relatos íntimos, especialmente los de nuestras abuelas, son fundamentales para la construcción del feminismo en el siglo XXI?
Las luchas se construyen desde la base, a pie de calle, desde nuestras familias. El feminismo no va de heroínas ni de llegar a lo más alto en una empresa. Es una lucha por tener un techo, por tener derechos, por poder comer, por no dejarnos la vida trabajando en empleos y sueldos de mierda para pagar un apartamento asqueroso.
El feminismo no es solo un eslogan, ni un movimiento para que unas pocas lleguen al poder. Es una herramienta para que todas —y todos— podamos acceder a una vida digna y a derechos humanos reales. Por eso, para mí es tan importante reivindicar a las mujeres de nuestras casas y de nuestros barrios. Decir que ellas también importan y que sus voces merecen ser escuchadas.
El feminismo es una lucha por tener un techo y por no dejarnos la vida trabajando en empleos y sueldos de mierda
Define como mito la idea de que el trabajo es la principal herramienta para la emancipación de la mujer. ¿Por qué?
Hay una doble vertiente. Primero, parece que las mujeres empezaron a trabajar durante la Primera Guerra Mundial, y eso no es verdad. Las mujeres de clase trabajadora siempre han trabajado, ya sea para un patrón, en el campo, en la fábrica o donde fuera. Además, el trabajo en casa —cuidando a los niños, a los mayores, a los enfermos, gestionando el hogar— también es trabajo, y también produce capital.
Por otro lado, los hombres de las clases trabajadoras que han trabajado toda la vida no eran más libres que las mujeres solo por tener un empleo. El hecho de trabajar no te libera si, al mismo tiempo, estás oprimida por tu marido en casa y luego por tu jefe.
En los años 60 y 70, cuando el movimiento feminista experimenta un nuevo auge, muchas mujeres blancas de clase media empezaron a decir “salgamos de casa y vayamos a trabajar”. Pero las mujeres de clase baja, muchas de ellas racializadas, respondían: “Nosotras ya trabajamos dentro y fuera de casa, y estamos más oprimidas que nadie. Para que vosotras podáis salir a trabajar y tener una carrera estupenda, nosotras tenemos que cuidar de vuestros hijos”. Si al final, tu “liberación” personal depende de oprimir a otra mujer que va a cuidar a tus hijos y limpiar tu casa por un salario mínimo, ¿de qué sirve esa liberación?
En el libro dice que el sistema penitenciario sigue funcionando como una gran maquinaria represiva.
La cárcel siempre ha sido un instrumento de poder. Las primeras cárceles estaban diseñadas para encerrar a trabajadores o a personas pobres. No entiendo cómo, en algunos movimientos sociales como el feminismo, llegamos a ver la cárcel como una herramienta a nuestro favor. Lo más importante es poner las cosas en contexto.
En Francia, hay más de 80.000 personas encarceladas y, en la mayoría de los centros penitenciarios, la ocupación supera su capacidad. ¿Quiénes son estos prisioneros? ¿Son agresores sexuales o maltratadores? No, en su mayoría no lo son, porque los agresores sexuales representan menos del 10%. Sin embargo, en la cárcel encontramos una sobrerrepresentación de personas migrantes, pobres, desempleadas, sin estudios o con trastornos psicológicos no tratados.
En la cárcel encontramos una sobrerrepresentación de personas migrantes, pobres, sin estudios o trastornos psicológicos
Algunas feministas le dirán, ¿qué hacemos con los violadores?
Creo que son cosas distintas. La cárcel representa todo aquello contra lo que luchamos, y no deberíamos vincular la lucha contra las violencias machistas con la existencia del sistema penitenciario. Como feministas, debemos desarrollar nuestras propias herramientas políticas para erradicar estas violencias, sin reproducir lógicas punitivistas.
¿Cómo debería ser entonces una justicia verdaderamente restaurativa?
No tengo una solución mágica, pero creo que deberíamos avanzar hacia un modelo de justicia transformadora. No es solo reparar el daño cometido, sino entender también que, por ejemplo, un hombre que viola a una mujer lo hace dentro de un sistema que permite que esto pase. La responsabilidad es, obviamente, del agresor, pero también es una responsabilidad colectiva y estructural. Es esa responsabilidad social la que debemos transformar.
También creo que debamos buscar una única respuesta, porque cada caso y cada víctima es diferente, con diferentes necesidades y formas diversas de afrontar lo vivido. Hay un libro muy interesante que se titula justamente ¿Y qué hacemos con los violadores?, donde compañeras de distintos colectivos comparten experiencias reales sobre cómo se han gestionado casos de violencia sexual. Es muy interesante porque muestra qué funcionó, qué no, y qué aprendizajes surgieron de esos procesos.