La enorme herida de desolada ceniza que ha dejado el mayor incendio del año en España, y tal vez incluso el más grande del que haya rastro estadístico, impresiona a la vez que desconcierta. La inmensidad de las 31.500 hectáreas calcinadas, según la estimación de la Junta Castilla y León, a partir del estallido del pasado domingo en el municipio zamorano de Molezuelas de la Carballeda no se extiende de forma uniforme como un monocorde manto negro. La vertiente norte del siniestro, ya en la comarca leonesa de La Bañeza, está salpicada de pequeños oasis, que ganan tamaño en esos pueblos, como Castrocalbón, en los que brota el orgullo vecinal por haberse sobrepuesto al fuego y a la inacción de la Junta.
Pero ese caótico rastro de las llamas también contiene el testimonio de la propia descontrolada virulencia y alta peligrosidad de la masa ardiente, en unos tiempos en los que ni el dispositivo de extinción mejor dotado es capaz de dominarla todo el tiempo.
La gran rapidez de la propagación fue un factor ambivalente: las llamas pasaron de largo por algunas zonas
Esas 31.500 hectáreas superan a las 29.867 del incendio registrado en Sevilla y Huelva en 2004 y quizá a los dos de la zamorana Sierra de la Culebra de 2022, cuya extensión conjunta se llegó a cifrar en 66.000 hectáreas si bien después el total se rebajó. De este modo, entre Molezuelas y las inmediaciones de La Bañeza se halla la zona cero de la catástrofe de este verano trágico. No sólo por su dimensión gigantesca, sino también por la muerte de dos de las tres víctimas del 2005, por fortuna, lejos del macabro registro de los once fallecidos en el fuego de Guadalajara en 2005, el más letal de lo que va de siglo en España.
Mientras la Junta trataba de por fin dar por controlado este incendio que se le fue totalmente de las manos, sobre el terreno se observaba ayer con nitidez que resulta de lo más representativo de la presente crisis. Se produjo en pleno corredor del fuego en la península ibérica, que va de Extremadura a Asturias y Galicia y discurre por la misma ruta en el lado portugués de la frontera. Aquí confluyeron todas las alertas meteorológicas de la ola de calor, con una temperatura sofocante e intensos vientos mutantes a lo largo de la semana, con la alarma sociológica. Se trata de un territorio en grave declive demográfico que, tras un abandono radical, no ha hallado la manera de reconciliarse con su entorno natural, que se rebela ahora con el fuego salvaje como temible y poderosa arma.
Curtidos en tragedias diversas como accidentes de tráfico que prefieren intentar no recordar o los tremebundos incendios de la Sierra de la Culebra, la media docena de voluntarios de la Cruz Roja que antes del amanecer de ayer se disponían a atender a los últimos vecinos alojados en el refugio de campaña del polideportivo de La Bañeza no resultan fáciles de impresionar. Aun así, a varios de ellos les impactó el testimonio de algunos de los evacuados a lo largo de una semana muy dura. Hablaban de que en el incendio que les obligó a abandonar sus casas “había bolas de fuego”.
Los voluntarios están curtidos en tragedias diversas como accidentes de tráfico o los tremebundos incendios de la Sierra de la Culebra
En paralelo, el Gobierno autonómico informó el viernes de que el fuego de Molezuelas en algunos momentos alcanzó una velocidad de propagación de 4.000 hectáreas por hora. Esta cifra supera en ocho veces el área mínima de lo que los técnicos consideran un gran incendio.
El dato estadístico se plasmaba ayer de distintos modos en boca de vecinos de la comarca de La Bañeza que, en medio de un humo asfixiante, de repente se encontraron cerca de sus casas las llamas que había divisado dos días antes en la lejanía de la llanura, sin creerlas peligrosas. “Vi la bola esa sobre el trigo”, comentaba ayer un jubilado de Quintanilla de Flórez, donde ayer fue enterrado Jaime Aparicio, una de las dos víctimas mortales. “Lo que había era unos remolinos tremendos”, apuntó otro lugareño.
“He visto fuegos, pero nunca con la velocidad que alcanzó éste”, explica Javier, un pequeño empresario de la construcción. El martes, tras desatender como otra treintena de habitantes de Castrocalbón las instrucciones de la Guardia Civil de abandonar su pueblo, se subió a su excavadora para establecer barreras que facilitasen el trabajo de sus compañeros y de los bomberos que había en la zona. “Era muy violento, muy rápido. Para mí era como una ola de fuego de 30 metros de altura que avanzaba pegando latigazos hacia los lados”, explica Javier, al que varios de sus convecinos señalan como el principal artífice de haber contenido las llamas. Él discrepa de esa lectura que hacen paisanos suyos y precisa que simplemente “fui una de las personas que se quedaron a salvar el pueblo”. Apunta que la celeridad de la propagación generaba un gran riesgo, pero también la oportunidad de eludir sus efectos, pues se cebaba con unas zonas y pasaba casi de largo en otras.
El conjunto de Castrocalbón se salvó, pero en el barrio de Arriba, algo separado del núcleo, ardieron nueve casas, como la de Manuela. “¡Qué rabia e impotencia!”, exclamaba bajo el desconsuelo de creer que a sus 83 años ya no verá reconstruido el fruto de una vida de esfuerzo. Entre las ruinas de aspecto bélico arreciaban las críticas contra la Junta y los políticos en general, al igual que en el cercano San Esteban, cuyo casco lucía intacto, mientras los vecinos presumían del eficaz trabajo de los que se quedaron a apagar.
Reforzada en agosto por la juventud que le falta el resto del año, la sociedad reaccionó y la fortuna puso su parte para que la catástrofe no fuese aún mayor.