Javier Coca creció en el Carmel (Barcelona) y vive con su familia en Sant Vicenç dels Horts. Es taxista, y podría decir que también es bombero. Todos los veranos, desde que tiene uso de razón, los pasa en San Martín de Castañeda (Zamora), donde conoció a su mujer Patricia, entre el agua fría del lago de Sanabria, las meriendas familiares en la sierra, los paseos con las vacas de Paquito (uno de los ganadores del pueblo) y, ya de adulto, las carreras que ha completado por esa alfombra verdosa y pedregosa del Cañón del Tera que ahora ve quemar desde la ladera. “Me han autorizado a quedarme aquí para controlar. El incendio (por ayer) está muy abajo, solo pueden llegar los hidroaviones”, lo dice mientras come unos macarrones que le han traído del pueblo.
Por esos bosques que ahora son mantos de ceniza o ese lago amarillento que guarda los secretos de Sanabria, Miguel de Unamuno encontró su mayor inspiración. Le bastaron seis días de junio de 1930 para obnubilarse por la belleza de ese rincón perdido y olvidado, cruce de caminos entre Zamora, León y Ourense, tierra inexistente para el desconocido e inolvidable para quien la visita.
Realojan a los vecinos de San Martín y Vigo: “Antes veías la laguna con vacas y el color verde. Ahora es Marte”
Unamuno guardó en su memoria esa postal en una España que se desperezaba para escribir dos poemas ( “San Martín de Castañeda, espejo de soledades” o “ ...se muere Riba del Lago, orilla de nuestras luchas”) y su novela más famosa, San Manuel Bueno, mártir , que transcurre en la aldea de Valverde de Lucerna. Una historia de fe y de duda, esa congoja que se apoderó del personaje y que hila también la vida real de una comarca que impactó al escritor en aquella época. Sus gentes, sus costumbres. La hambruna.
Un helicóptero combate el fuego en San Ciprián de Sanabria, Zamora.
Las montañas de Sanabria eran un tesoro, manantial de vida para sus vecinos, pasto para sus animales, biblioteca de historias narradas (y cantadas) de abuelos a nietos que tejieron un amor por la tierra que alcanza estos días de fuego y de lágrimas, con esos grupos de voluntarios que decidieron quedarse en los pueblos a defender algo más que una casa. “Ves las caras de mis suegros y te destrozan. Ves a los jóvenes del pueblo, que viven aquí, como Samuel, Álex, Jose o Diego, que se han partido el lomo. El segundo día fue el más difícil”, explica mientras observa el último foco que queda activo. “Se está quemando el cañón del Tera. Ves cómo se consume y no puedes hacer nada”, zanja con impotencia, pendiente del grupo de Whatsapp con los del pueblo, que ofrecen medicamentos y soluciones.
“Ves las caras de mis suegros y te destrozan. Ves a los jóvenes del pueblo, que viven aquí, que se han partido el lomo...”
Ese segundo día al que se refiere es el 19 de agosto, justo cuando el protagonista cumplió 39 años. “Metimos en el coche bolsas, mascarillas, ropa, comida, 15 litros de agua... para salir en cualquier momento. El miedo es relativo, cada uno lo ha vivido a su manera”.
Un miedo que también sufrió Vigo de Sanabria (“el chico que llevó el bulldozer hizo un trabajo excepcional”) y Ribadelago, que le hizo rememorar la trágica noche del 9 de enero de 1959 cuando la presa de Vega de Tera reventó y los ocho millones de litros cúbicos de agua se llevaron por delante el pueblo y la vida de 144 personas. Solo se recuperaron 28 cuerpos y el franquismo intentó silenciar un caso donde la empresa constructora (Moncabril) cometió una negligencia, como bien saben los abuelos del lugar (“trabajábamos a destajo, metíamos hasta maderas, muebles y cualquier cosa en el hormigón”, recordaban los míos).
El peligro pasó aunque habrá pequeños focos. Por la tarde, el CECOPI autorizó el realojo y los vecinos de San Martín regresaron. Pero era el principio de otro peligro, el del alma, la memoria convertida en cenizas per perder los paisajes que te acompañaron toda la vida. “Es desolador. El cañón está negro. Antes veías la laguna con las vacas, el verde... Y ahora es Marte”.
“¡Pobre! El alma”, escribía Unamuno desde una Sanabria que ahora le despertaría también la mayor de las penas.

