El vicedecano de la Facultad de Educación de Granada ha colgado en su puerta un cartel que debería estar en mármol: “No atiende a padres”. Cuatro palabras para levantar una barricada.
Por aquí no pasan, toda una declaración de independencia académica.
Imagen del cartel colocado por el vicedecano de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada.
Imagínense la escena: el hombre, cansado de lidiar con pedagogías que prometen fabricar genios pero producen criaturas poco capaces, se sienta frente al ordenador. Respira hondo. Escribe el edicto. Quizá hasta se le escape una sonrisa amarga, la del veterano que ha visto a demasiados padres invadir su despacho como cruzados. Y entonces, firme, coloca su cartel, la frontera de la madurez, la línea Maginot contra el infantilismo.
Amigos profesores de universidad me cuentan escenas que ponen los pelos de punta. Papá o mamá, o los dos juntos, llegan a la universidad antes que sus propios hijos. Comando de rescate, mala baba y aquella mirada de “¿dónde está el tutor que ha suspendido a mi niño?”. Entran, discuten, reclaman, y salen convencidos de haber hecho lo correcto: proteger al cachorro. Quizá no entienden que, al hacerlo, le están robando lo más importante que enseña la universidad: a equivocarte y resolver tus propios líos solo.
Hay estupor ante una generación que llega a la universidad sin que los padres les suelten la mano
La palabra sobreprotección ya incluye por sí sola un exceso, aunque pueda parecer que no. Unas vidas que se acorazan desde la niñez –ni un roto en la rodilla del pantalón, suele decir el pedagogo Gregorio Luri– hasta los veinte, cuando no algunos años más.
El resultado es una generación blindada contra el polvo del mundo real pero, qué paradoja, en cueros frente al universo virtual. Padres que escoltan a su vástago hasta el despacho del decano y que, sin embargo, no tienen ni idea de qué demonios cuelga o hace en Instagram esa criatura que ya se afeita.
El psicólogo social Jonathan Haidt ha teorizado mucho sobre todo esto. En sus ensayos, avisa de una epidemia emocional que hace que adultos (por edad cronológica) tengan nula tolerancia a la frustración y a fracasar. No son vagos ni quejicas. Ocurre que los hemos fabricado así, con un amor mal entendido que confunde cuidado y apoyo con sobreprotección. Hay pánico. Nadie ha enseñado a estos jóvenes a lidiar con la realidad. Luego nos sorprende que el mundo se les caiga encima al primer contratiempo.
Las plataformas tecnológicas, obvio, están encantadas de poner música de fondo a esta fiesta colectiva. Haidt reparte culpas entre las familias y las redes sociales. Y clama: “¡Es una catástrofe!”. Quizá exagera, aunque fíjense que aporta un dato para reflexionar: desde que la generación Z llegó a la universidad, los trastornos psicológicos se han duplicado.
Así que no, el cartel del vicedecano no es una simple anécdota. Es el epitafio de una época. Por fin alguien se planta.

