Barcelona huele mal

Barcelona huele a sucio. El mal olor va por barrios, como casi todo aquí. Quien firma estas líneas se ha permitido la licencia de hacer una miniencuesta entre su entorno (cero rigor estadístico). Y el resultado daría para algún chiste, si no fuera porque la cosa tiene poca gracia.

Una persona del servicio municipal de limpieza recoge basura, en el barrio del Raval, a 12 de diciembre de 2024, en Barcelona, Catalunya (España).

Una trabajador del servicio municipal de limpieza recoge basura, en el barrio del Raval. 

David Zorrakino/ Europa Press

En sentido orográfico, la parte baja de la ciudad apesta a orina humana o a cloaca. La parte alta, a orín de perro (el efecto compensatorio de los tilos no basta). En el centro urbano, se mezclan todos esos efluvios, con más o menos intensidad según si pisas una calle ancha o una estrecha.

La parte baja apesta a orina humana o a cloaca; la alta, a orín de perro; y el centro, a todo junto

En cualquier caso, el hedor cumple una función democrática: nos une a todos.

Es verdad que equiparar Barcelona a una ciudad sucia puede ser desproporcionado e injusto. El Ayuntamiento gasta un millón de euros al día en limpiar. Un dineral. ¿Cunde? ¿Está sucia Barcelona? ¿Lo está si se compara con Madrid? ¿Con Roma o París? ¿Con Copenhague? En Nueva York han conseguido camuflar la fetidez de sus calles con los vapores de la marihuana, cuyo consumo se ha disparado gracias a una nueva legislación más permisiva con puestos ambulantes. Ahora la urbe de la Gran Manzana atufa a maría.

Como suele ocurrir con estas discusiones bizantinas sobre la limpieza, depende mucho de la sensibilidad olfativa de cada uno, de los estándares higiénicos, de dónde vives (o has vivido) y adónde has viajado. Invito a los lectores a responder.

Servidora, que es mediterránea y con cierta facilidad barroca para el desahogo verbal, ha decidido abonarse a la queja –un deporte muy barcelonés– de mi vecindario. Apenas quedan porteros que frieguen su trozo de acera. El tema del aire maloliente monopoliza desde el verano las charlas indignadas a pie de calle en mi barrio. El mismo en el que los expats han colonizado pisos a 8.000 euros el metro cuadrado. El mismo en el que cada vez duermen más personas sintecho, entre cartones, junto a fuentes públicas donde se asean, en parques infantiles y en portales.

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Pensábamos que el ambiente se volvería más respirable sin la marabunta de guiris y con el alivio del otoño. Y no. Puede que el año se cierre con la pluviometría alta. Sin embargo en Barcelona lleva tiempo lloviendo mal. Lluvias contadas y torrenciales juegan al chino con la estadística. Desengañémonos: no va a caer del cielo el maná que desodorice la ciudad.

Pobres glándulas pituitarias, cruelmente agredidas a diario por meados y mugre. ¿Solo es una percepción? Quizá. Hace un par de años, como tal también se tachó la sensación de inseguridad, y ahora figura, bien visible, en la agenda del Ayuntamiento y la Generalitat. En junio, la limpieza ocupaba la cuarta preocupación ciudadana (5%), desplazada por la vivienda y la seguridad. Mejoraba posiciones respecto a años atrás, sí, aunque el sacrosanto barómetro municipal solo acostumbra a captar el malestar en toda su complejidad cuando el cabreo se vuelve mayúsculo.

Falta civismo, por supuesto. Va por todos. Y falta baldeo, señor alcalde. Más baldeo, que ya no hay sequía. ¡Agua a chorro! Mucha agua a chorro.

Lo de inspeccionar más a los bares de planta baja por sus deficientes salidas de humos dejémoslo para otro artículo, si eso.

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