El 4 de noviembre de 1922, Howard Carter estaba a punto de tirar la toalla en la necrópolis del Valle de los Reyes. Otra jornada buscando una aguja en un pajar. Durante 16 años, desafió las burlas de quienes creían que allí ya no quedaba nada. El desánimo se había apoderado de todos, menos de un niño aguador que jugaba con un palo en la arena. El calor sofocante, el sol abrasador, el repiqueteo de palas y picos. Y de repente…
El pequeño golpeó una superficie dura y acabó desenterrando un escalón de piedra. Era el primero de los 16 peldaños que conducían a una tumba subterránea de la XVIII dinastía, la del faraón Tut. O Tutankamón (Tut, el vivo retrato de Amón)… Lo demás ya es archiconocido. Howard Carter telegrafió a su mecenas, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, ex vizconde de Porchester y quinto conde de Carnarvon.
Carter recubrió la tumba y esperó la llegada a Luxor de su protector, que estaba tranquilamente en su mansión de Highclere (escenario de la serie Downton Abbey). El 26 de noviembre, con el aristócrata ya en el campamento, se quebró el sueño de más de 3.200 años de la momia de Tutankamón. Es legendaria la respuesta de Carter cuando se asomó al hipogeo y lord Carnavon le preguntó qué veía: “Cosas maravillosas”.
Cosas maravillosas, en efecto. Estatuas, joyas, carruajes, oro… Tesoros que desafiaron océanos de tiempo y que aún hoy deslumbran. Mucho se ha hablado de esas maravillas. Hoy nos centraremos en otras que también salieron de allí y de las que no se ha hablado tanto: la comida y los bulos. Lo primero no tiene intríngulis: los egipcios querían llegar al más allá bien surtidos de todo, incluidos sus manjares predilectos.
La tumba sagrada de Tutankamón disponía de ánforas de barro con vino y recipientes con alimentos para que no le faltara nada en la otra vida. El vino ya se cultivaba en Egipto en el 3200 a.C., pero se popularizó con los préstamos culturales de Grecia, que no lograron destronar a la otra reina del Nilo: la cerveza (o las cervezas, había tantas como en los modernos supermercados: solo de cebada y pan, con fruta, con especias…).
La dieta en el país de los faraones dependía de la cebada y el trigo. El pan y algo parecido a nuestras gachas eran la base de las comidas más populares. La carne era un lujo solo al alcance de los funcionarios de alto rango. Ovejas y cabras, más fáciles de mantener que el ganado vacuno, se criaban para obtener leche y solo se sacrificaban en contadas ocasiones, como para festejar la vuelta del hijo pródigo que relata la Biblia.

El hallazgo de la tumba de Tutankamón
El fabuloso ajuar funerario de Tutankamón incluía riquezas increíbles y productos mucho más sencillos: restos de ajos, cebollas, legumbres y hogazas de pan. El omnipresente pan, con tantas formas de elaboración o incluso más que la cerveza, es responsable de que muchas momias tengan los dientes desgastados, y no precisamente por haber tenido una vida muy larga (Tutankamón murió antes de cumplir los 20 años).
Era culpa del pan. De aquel pan, que se molía a mano en rústicos morteros o de forma más industrial, con enormes discos de piedra. La harina resultante incluía arenilla o piedrecitas desprendidas durante la molienda. Los panaderos de la época trataban de enmascarar este problema y hacer más atractivo su producto aromatizándolo o endulzándolo con semillas de altramuces, amapolas o centeno, entre otros ingredientes.

Lord Carnarvon y Howard Carter, en Egipto
La cámara mortuoria también contenía recipientes con carne de pato y otras viandas que hoy calificaríamos de comida lista para llevar (y nunca mejor dicho). La tumba descubierta por Howard Carter y lord Carnavon (y por aquel niño aguador) no es ni mucho menos la única que refleja la dieta del Egipto clásico. De hecho, el que se considera el queso más antiguo del mundo apareció en otra tumba egipcia, la de Ptahmes.
Este personaje fue un alto funcionario real de la ciudad de Memfis durante el siglo XIII a.C. Su tumba fue desenterrada inicialmente en 1885, pero las arenas del desierto la volvieron a cubrir hasta que fue redescubierta en el 2010. Los arqueólogos encontraron tarros rotos en su interior con una masa blanquecina solidificada. ¿Qué era aquello? Según un estudio financiado por universidades italianas y egipcias, era un queso.
“Soy yo quien impide que la arena invada la cámara secreta...”
Concretamente, un queso de leche de vaca y de oveja (o de cabra), de acuerdo con los análisis que se publicaron en la revista Analytical Chemistry. Otros estudios sugieren que aquel alimento estaba contaminado con Brucella melitensis, la bacteria de la brucelosis, una enfermedad que puede ser mortal y que se transmite de animales a personas, por lo general, a través del consumo de productos lácteos no pasteurizados.
Pero un queso de consumo en absoluto recomendable no era el único peligro que debieron afrontar los arqueólogos en el Valle de los Reyes. Estaba además la maldición que pesaba sobre aquellos que osaran profanar el descanso eterno de los faraones. Nada ilustra mejor esta leyenda negra que el caso de Tutankamón y la serie de “repentinas e inexplicables muertes” que trajo consigo el descubrimiento de su tumba.
“...y mataré a todos los que osen cruzar este umbral”
Era una patraña, claro, pero alentada por un devoto del espiritismo y uno de los escritores más populares de su época, sir Arthur Conan Doyle. Todo comenzó con el fallecimiento de lord Carnavon, el 5 de abril de 1923, a los 56 años, en un hotel de El Cairo. Arrastraba desde su juventud las secuelas de un accidente de tráfico. En Egipto sus achaques se agravaron tanto que hasta él reconoció que sentía “la llamada de la muerte”.
A Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes, el detective cerebral por antonomasia, el adalid de la verdad y la lógica deductiva, no se le ocurrió otra cosa que decir que aquella muerte se debía a la maldición de la tumba. Un periódico se inventó incluso el texto de una advertencia de la cámara mortuoria: “Quienes entren aquí serán visitados pronto por las alas de la muerte”. Tal advertencia era inexistente.

Una recreación de las “cosas maravillosas” que vio Howard Carter
Lo más parecido que había a una maldición en la tumba KV62 del valle de los Reyes era una moderada admonición, esta sí documentada, en una humilde vasija de barro: “Soy yo quien impide que la arena del desierto invada la cámara secreta”. El corresponsal que dio cuenta del hallazgo consideró que la frase sonaba poco amenazante y añadió de su propia cosecha: “Y mataré a todos los que crucen este umbral”.
Poco a poco, los fallecimientos misteriosos fueron a más. Un conservador de un museo, un arqueólogo… La familia Carnavon no solo no cortó en seco estas paparruchas, sino que les dio alas. De nada servía que fueran muertes accidentales o naturales. Tampoco nadie hizo caso a los desmentidos de egiptólogos como Herbert Winlock, director del Metropolitan Museum de Nueva York. Creer en lo absurdo ya era entonces pan comido.