“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”, escribió García Márquez. El problema es que hoy parece que “si algo no tiene nombre, no existe”, afirma Toni Segarra en su último artículo titulado Nombrar la revolución sobre el Big Bang gastronómico con epicentro en nuestro país que explosionó treinta años atrás.
El Génesis cuenta que Dios nos regaló la capacidad de nombrar, y una interpretación cabalística propone que al nombrar se insufla la vida.
Por su parte, sostiene en su columna mi admirado tocayo que los apelativos hasta ahora se han fijado en el cómo se hizo, y que lo que nos interesa es resaltar su trascendencia. Tras recordar la reforma bautizada como Nouvelle Cuisine francesa, acaba aplaudiendo la brillantez y contundencia del título del famoso artículo de The New York Times que en agosto de 2003 reconoció globalmente la epifanía.
Estoy absolutamente de acuerdo con Segarra y, de hecho, en mis ponencias sobre el tema suelo resaltar el acierto, la claridad y el sentido del titular de la portada de Arthur Lubow: The Nueva Nouvelle Cuisine. Cómo España se convirtió en la nueva Francia.
Sigo, pues, la estela del excepcional publicista aprovechando que la próxima edición de Madrid Fusión, que se celebrará del 27 al 29 de enero, dedicará su acto central a este movimiento que expandió para siempre jamás los límites del universo culinario.
Pero por tratarse de fechas tan señaladas y siendo como soy un sentimental impenitente, me permitiré no abordar del fenómeno ni el de qué manera ni su alcance. De la cocina nominada por Pau Arenós como tecnoemocional hoy no voy a hablarles de la raíz tecno, sino de las emociones, de los sentimientos; de uno en concreto extraordinariamente potente y transformador. Ya el año pasado dediqué mi última columna de diciembre a defender la importancia capital de este atributo llamado bondad que hoy la triste realidad geoestratégica parece empecinada en denostar. Si me permiten, pues, redundaré en ello apelando a un par de datos históricos y otro de actualidad.

Ferran Adrià en la portada de 'The New York Times'
Quienes bautizaron y apadrinaron la nouvelle cuisine francesa allá por 1973 fueron los críticos gastronómicos Henri Gault y Christian Millau. A su célebre decálogo que resumía sobre todo el cómo (la parte técnica; cocciones más cortas, nuevas tecnologías, salsas más frescas, presentaciones más simples… aunque no sólo porque el décimo era una invitación a sentirse libres para crear) añadieron un undécimo mandamiento emocional practicado por los chefs del movimiento: la amistad.
La amistad sí, hablar bien unos de otros, pasarse recetas, técnicas y hasta clientes, admirarse, desearse lo mejor.
Ya en su momento sostuve que, a este lado de los Pirineos, un genio, mucho talento, la situación y el momento eran imprescindibles para la ignición disruptiva, pero las ganas de compartir y la total disposición a ayudarse fueron un carburante esencial. El buen rollo alimentó el motor de la nueva gastronomía española para que ese puñado de soñadores llevara su cohete creativo hasta el infinito y más allá. La fuerza imparable de unos jóvenes tan modestos como ilusionados consiguió lo imposible porque ni imaginaban a donde podían llegar siendo generosos y colaborando.
Claro que ahora son reconocidos y saben muchísimo más, planifican, tienen medios, intereses, competencias e incluso egos, sí. Pero sé que la gasolina de la amistad y la ayuda mutua continuará alimentando este milagro porque pude comprobarlo el otro día con motivo de uno de los muchísimos actos en pro de los damnificados por la dana bajo el epígrafe común de Desde Valencia para Valencia.
Seguro que en todas partes fue igual porque han sido muchísimas las cenas solidarias y, evidentemente, no solamente la hostelería ha actuado. La desgracia trasciende cualquier gremio o categoría y todos aquellos ciudadanos que han podido, vecinos o no, han ejercido su responsabilidad para con las víctimas de la tragedia, responsabilidad que obviamente deberá continuar en el futuro.
Yo puedo testimoniar la que se dio en Barcelona, la inconmensurable humanidad que respiró la preparación y el desarrollo de todo el acto, la atmosfera de amistad legítima y desinteresada que lo imbuyó todo. Mejor dicho, interesada. Pero con un único interés, ayudar.
Los que estuvieron tienen nombres y apellidos conocidos. Los que cocinaron, sirvieron, montaron, desmontaron, transportaron, limpiaron, organizaron, actuaron, participaron, acudieron, aportaron todas y cada una de las viandas, bebidas y cubrieron cualquier otra necesidad. Imposible ahora nombrarlos a todos. Tampoco lo buscaban, en absoluto. Nandu Jubany, coordinando con su extraordinario liderazgo y personalidad este ejercicio conjunto de solidaridad, decidió que en la foto no habría jerarquías. Al día siguiente le mandé un mensaje breve: “Es un orgullo ser tu amigo”.