Hace unos días cumplí cincuenta y nueve años y mientras apagaba las velas del pastel, me puse a pensar sobre este ritual y sobre las tartas que habían ido sucediéndose a lo largo de mi vida. Cuando era niño, las tartas carecían de sello de autor, y solían circunscribirse a cuatro tipos: de crema, de nata, de chocolate y una, la sara, que aún despierta pasiones, pero que a mí nunca me gustó por su sabor saturado de mantequilla.
El origen de soplar velas es mucho más remoto en el tiempo que la tarta como elemento imprescindible de las fiestas de cumpleaños. En la antigua Grecia, los ciudadanos encendían velas en las celebraciones dedicadas a los dioses y las soplaban mientras pronunciaban un deseo dirigido a Zeus, Hera, Poseidón, Ares, Hermes, Hefesto, Afrodita, Atenea, Apolo, Artemisa, Deméter, Dioniso o Hades.
La tradición, heredada más tarde por los romanos, dio el salto al cristianismo, y el monoteísmo convirtió los dioses en santos. Una vela encendida y su posterior soplo siempre tuvieron como objetivo el reconocimiento de los seres supremos y buscar su protección a pesar de que los primeros cristianos consideraron cualquier celebración pagana como negativa. Cuatro siglos más tarde del nacimiento de Cristo, la Iglesia empezó a celebrar el nacimiento del hijo de Dios.
Tarta de cumpleaños
Aunque los dulces siempre han formado parte de las celebraciones de aniversario, las tartas de cumpleaños modernas tienen su origen en el folklore alemán y, en particular, en una tradición llamada Kinderfeste. En esta celebración iniciada en el siglo XVIII, los niños recibían una tarta de cumpleaños con velas encendidas que venía a festejar un año más de vida en una época con una alta mortalidad infantil. Los productos con los que preparaban las tartas no estaban, por descontado, al alcance de los campesinos y jornaleros y solían disfrutarlas los hijos de la nobleza o de las clases pudientes. Tras la revolución industrial y el abaratamiento de la producción, la tradición se popularizó y arraigó en todos los sectores sociales.
Soplar las velas de cumpleaños en el mundo contemporáneo es un acto puramente simbólico: un año más de vida, un futuro lleno de esperanza y la unión entre los seres queridos. Y el humo de las velas apagadas tiene, como destino, el cielo protector, sea el de los ateos o el de los creyentes. Como también es interesante destacar la forma - casi siempre redonda- de la tarta. La forma oval simbolizaba la perfección y el ciclo continuo de la vida.
Yo no estoy bautizado, pero me encantan las liturgias cargadas de simbolismo pagano o religioso. Y me hipnotiza la llama de las velas encendidas, y apagarla con un soplo nacido de las ganas de detener el tiempo. Alrededor de esas dulces elipsis rellenas de chocolate, crema o nata -yo soy un clásico- reuní y reúno a la gente que ha dado sentido a mi vida.
Y como clásico de las tartas -un boomer con todas las de la ley- me cuesta adaptarme a la moda de una nueva pastelería cumpleañera cuya función máxima es que sea instagrameable y representativa de una sociedad dirigida al gusto de los expat como símbolo de una estúpida modernidad. Están de moda las tartas de letras y números en la que puedes incluir cualquier cosa mientras sea comestible, y las dripcakes, y las pecan pie y las tartas de calabaza., y tantas y tantas que de tantas, se pierden en un falso cosmopolitismo de gluten free, por supuesto.
Y es que, para mí, las tartas tienen la fuerza de una güija. Soplo una vela y resucito a uno de mis muertos con sabor a nata, crema o chocolate.

