De los cinco sentidos, el de olfato, por etéreo, es el más evocativo y misterioso de todos. Y si bien es cierto que hay gente, como los grandes sumillers, que tienen el epitelio olfatorio superdotado, el resto de los seres humanos nos tenemos que contentar con entrenar mediante la experiencia el hipocampo relacionado con la memoria y el aprendizaje. Y es aquí, en la memoria, dónde reside el misterio de las emociones que nos generan los olores que nos sumergen en nuevas experiencias grabadas a fuego en el cerebro o que nos convierten en viajeros a nuestro pasado. A menudo, nos cuesta localizar el lugar y el momento que nos ha evocado un olor o un aroma, y la desesperación por lo incierto puede convertirse en un hermoso metaviaje.
Las ciudades modernas huelen a su cocina, una fragancia que suele mezclarse con los humos del tráfico y de las industrias. El problema de estas ciudades, sobre todo, las del primer mundo -el término primer se basa en una discriminación por cuestiones meramente pecuniarias- es que están perdiendo sus aromas callejeros culinarios en beneficio de una globalización que está unificando la oferta gastronómica. La desaparición de los olores característicos es una perdida de identidad evidente, en beneficio de una cocina pre cocinada, llamémosla fast food, o inolora y sin patria, la preferida por los expats, o adoptada, pongamos que me refiero a los kebabs.

Personas comiendo en un food truck
No tengo nada en contra de los gustos que cada uno posea, pero la realidad es categórica: perdiendo sus aromas culinarios característicos, la ciudad se desprotege de la identidad que la hace singular.
En el pasado, cuando las ciudades occidentales no tenían a su merced toda la industria de la higiene moderna al servicio de sus ciudadanos, las urbes olían a campo, a heces de los caballos que tiraban de los carros, a olor a madera húmeda con la que se construían los edificios, a humo de chimeneas, a talleres gremiales, a carnes braseadas de reses, gallinas y cerdos, al chup chup de los pucheros, a pescado ahumado y, por supuesto, a suciedad, a mierda humana y a muerte.
La primera vez que llegué a México D.F., el aroma de las especias que condimentan su gastronomía me atrapó tan pronto salí del aeropuerto y me monté en un vocho amarillo. Evidentemente, México D.F. vive bajo el manto de una contaminación como consecuencia de su industria y su masificación, pero como el perfume en las cortes aristocráticas francesas, el aroma de las especias puede con todos los malos olores. México D.F. olía a canela y a achiote, a comino y a anís, a clavo y a pimienta, a epazote y a laurel, a hierbabuena y a tomillo, a orégano y a mi amado cilantro.
Lo mismo me sucedió en mi viaje al sur de la India. Pocas veces he visto tanta suciedad mimetizada con el paisaje, pero las ciudades huelen a curry y a cúrcuma, a jengibre y a comino, a cardamomo y a cilantro y, por supuesto, a canela. Un maridaje, el de la suciedad y las especias, duro y sugestivo a la vez.
Sin esos aromas, el recuerdo de mis viajes no hubiera sido el mismo.
Y aunque parezca una locura, este mundo moderno tiene una fórmula irracional e infalible de despertar el hambre de los ciudadanos mediante extractores que inundan el aire de un aroma inequívocamente análogo. Las ciudades de occidente empiezan a apestar todas a lo mismo: a hambre precocinada y a aromas diseñados en laboratorios. Ahogados los aromas culinarios autóctonos, aparecen estos tufillos silentes que enloquecen nuestro epitelio olfativo con un resultado catastrófico: la asfixia de nuestro hipocampo, el lugar donde residen la memoria y el aprendizaje.
En unos decenios, los aromas autóctonos serán una mera experiencia virtual.