Gurisa Madrid: brasas nuevas en un espacio icónico

Comerse Madrid 

El chef Lucas Bustos y su socia y pareja Agustina Vel están al frente de uno de los estrenos más singulares del año gastronómico en la capital

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La sala de Gurisa Madrid

La sala de Gurisa Madrid

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Hay locales marcados por una especie de destino culinario. El número 31 de la calle Zurbano ha conocido épocas de gloria y abandono, noches de alta cocina y silencios polvorientos. De aquel emplazamiento mítico donde Sergi Arola llevó a su máxima expresividad su alta cocina de escuela bulliniana madrileñizada, quedó durante años la sombra de un pasado brillante y la sospecha de que quizá nadie volviera a insuflarle vida.

Hasta que una pareja hispano-argentina —el chef Lucas Bustos y su socia y pareja Agustina Vela— decidió encender allí un fuego nuevo. Y no un fuego simbólico, sino literal: brasas vivas que se ven desde la sala y que articulan la propuesta entera de Gurisa Madrid, uno de los estrenos más singulares del año gastronómico en la capital.

Lucas Bustos, chef de Gurisa

Lucas Bustos, chef de Gurisa

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La primera tentación es definirlo como “parrilla argentina”. Pero Gurisa desmiente el tópico antes incluso del primer pase. No es un asador, ni tampoco —por suerte— el enésimo ejercicio de nostalgia porteña. Es una cocina contemporánea, de autor, construida alrededor del fuego como herramienta técnica, como lenguaje y como manera de abordar el producto.

Bustos —mendocino, cosmopolita, formado entre Chile, Estados Unidos y Argentina, y uno de los nombres claves en la gastronomía cordillerana— ha desarrollado buena parte de su carrera diseñando restaurantes en bodegas, calibrando la cocina al compás del vino, afinando sabores para realzar líquidos antes que deslumbrar con pirotecnia técnica. En Madrid, trae esa misma sensibilidad, pero filtrada por la despensa española.

La primera tentación es definirlo como “parrilla argentina”. Pero Gurisa desmiente el tópico antes incluso del primer pase

Gurisa tiene algo que no se compra: calidez. Interiorista mediante —la notable Patricia Torres—, el espacio rehúye el artificio y busca la sensación de casa habitada, hogar con brasero. Un restaurante que huele a pan caliente y a caldos reduciéndose lentamente, una estética doméstica pero muy chic que refleja, como sostienen ellos mismos, que “Gurisa Madrid es como nuestro hogar y se nota”. La sala, dirigida por Agustina Vela, sostiene la experiencia con una hospitalidad que no se enseña en escuelas. Junto a ella, el sumiller Brandon Jordan (ex Mugaritz) arma maridajes que esquivan lo previsible con vinos españoles, franceses o argentinos y que aportan una capa narrativa adicional: no solo acompañan, cuentan. Esas propuestas inusuales de Brandon se han convertido, desde ya, en otro de los atractivos para visitar el local.

La cocina de Bustos es paciente y deliberadamente lenta. En Gurisa, todo —las masas, los panes, los fondos, las verduras, los pescados, las carnes— pasa en algún momento por el fuego. Ese paso imprime carácter: ahumados sutiles, aromas tostados, el dulzor ocasional que provoca la reacción de Maillard... La despensa estacional madrileña adquiere, a través de esa leve combustión, infinitos matices.

Algunos de los platos de Gurisa Madrid

Algunos de los platos de Gurisa Madrid

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El menú degustación, de diez pases (120 €), se concibe como un viaje biográfico que Bustos adapta según el perfil del comensal. Ese relato gastronómico —que recorre su infancia, la tradición argentina del fuego, su relación con el vino y su desembarco europeo— conecta con la filosofía del restaurante original de José Ignacio (Uruguay), donde el concepto nació como cocina familiar, íntima y emotiva.

En carta y menú, algunos platos se están convirtiendo en señas de identidad: el tiradito de corvina con salsa italiana al queso, equilibrio que coquetea con la carbonara marina; los puerros con heno, pura delicadeza, probablemente una de las cocciones vegetales más refinadas de la ciudad; el morrillo de atún, estofado como si fuera carne, untuoso y sorprendente; el pato, presentado con dos salsas —una clara, cítrica; otra oscura y profunda—, que firma uno de los mejores finales de menú degustación de la temporada. En otoño, la carta gana peso: arroces densos con boletus o alcachofas, lasaña de ossobuco al hierro, pichón tratado con reverencia, pato, perdiz, jabalí y ciervo; platos que consuelan, que abrigan, que funcionan como un reencuentro con la estación. Y los postres —obra de Julieta Negri— logran cerrar la experiencia con dulces que no empalagan: el hojaldre prensado con chocolate amargo o el meloso de manzanas asadas con crema helada de pan tostado son dos formas de entender la repostería como continuación natural del fuego, no como apéndice obligado.

El menú degustación, de diez pases (120 €), se concibe como un viaje biográfico que Bustos adapta según el perfil del comensal

Gurisa no ha alcanzado su madurez. Y eso es bueno. Tiene algo que no se fabrica: potencial. La mesa del chef, un reservado para diez personas junto a la cocina, permite experiencias enológicas singulares. La planta baja invita a imaginar nuevas propuestas más informales o nocturnas. El espacio respira posibilidades.

La sensación general es que Gurisa no ha venido a replicar un modelo, sino a crear un lenguaje propio, a introducir en Madrid una cocina de fuego que no mira al pasado sino al origen: ese punto en el que los humanos se reunían alrededor de unas brasas para alimentarse, contarse historias y sentirse a salvo.

Quizá por eso el restaurante conquista. Porque, sin querer, devuelve a Zurbano algo del espíritu que tuvo: no el de la vanguardia forzada, sino el del disfrute compartido. La vida ha cambiado, Madrid ha cambiado, nosotros hemos cambiado… pero hay lugares que, cuando vuelven a encenderse, iluminan recuerdos que creíamos perdidos.

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