Daniel Silva escribe y publica una novela cada año. La última, Muerte en Cornualles (HarperCollins), acaba de salir. Siguiendo la tradición, su protagonista es un exagente del Mossad que tiene una segunda vida como restaurador de cuadros. Después de muchos años asumiendo misiones de alto riesgo, vive en Venecia con una mujer, Chiara, espectacularmente guapa e inteligente y dos gemelos que lo ayudan a olvidar que en otra vida perdió a un hijo en un atentado terrorista. Las novelas de Silva siguen un patrón que sabe jugar con el aliciente de la intriga y, sobre todo, con un contexto sofisticado en el que el protagonista –Gabriel Allon– siempre acaba sumergido en una trama de corrupciones geopolíticas y mafiosas.
Fermi Puig, en su restaurante
Hay muertos, hay acción y hay una descripción documentada de mundos tan inaccesibles para el común de los lectores como las altas finanzas y los laberintos de los paraísos fiscales, la omnipresente amenaza de los oligarcas rusos y un conocimiento verosímil de los intestinos de la geopolítica. La medalla que define las historias de Gabriel Allon es “Número 1 Best-Seller de The New York Times”, que aunque ya no tiene el prestigio de antaño, aún impresiona. La ambición literaria de Silva es relativa, pero su talento para atrapar el lector tiene una eficacia infalible.
La ambición literaria de Silva es relativa, pero su talento para atrapar al lector es infalible
La lectura de la cosecha del Silva de este año tiene, sin embargo, una dimensión triste. Descubrí a Daniel Silva gracias a la voracidad prescriptora del cocinero Fermí Puig. Él era un veterano seguidor de sus libros y me introdujo en este vicio con la misma generosidad con la que, cuando yo todavía podía comer y beber impunemente, nos invitaba a compartir otros vicios. Cuando salía el nuevo Silva, le enviaba un SMS y él me respondía que ya lo había leído (se anticipaba con pre-compras por e-book en Amazon y un insomnio que le permitía leer desaforadamente). Luego, cuando nos veíamos, comentábamos la jugada, sobre todo los detalles de ambientación que Silva introduce en sus libros. Independientemente que la cosecha fuera buena, este ritual de club de lectura encubierto era el típico placer que solo valoras cuando te falta.
Acabo Muerte en Cornualles y enseguida quiero preguntarle a Fermí si conoce –seguro que sí– la mejor pizzería de Cannes. O si ha probado la parmentier de Chez Julien, en París, (dudo de que sea tan buena como la suya). Quiero hacerle llegar una botella del borgoña blanco Joseph Drouhin y comentarle el ambiente deliciosamente canalla del bar La Morzine. O que, como experto, me explique las características de las trufas australianas que sirven en el Socca de Londres. Y quiero recuperar el alud de sabiduría humanística que desplegaba Fermí y que me ayudaría a descubrir como se cocinan los bigolis venecianos con ragú de pato y, sobre todo, a recordar la capacidad que tenía –y que tanta gente echa de menos– de compartir.

