Victoria Szpunberg (Buenos Aires, 1973) es la primera mujer que dirige una obra propia en la sala Gran del Teatre Nacional de Catalunya, La tercera fuga. La pieza recorre todo un siglo, desde los pogromos de Ucrania, pasando por la Argentina del dictador Videla, para acabar en la Catalunya contemporánea. Es la historia de su estirpe y no lo es, porque también es la historia del mundo occidental. Un fresco ambicioso, que está teniendo una gran acogida por parte del público.
¿Cómo ha sido este proceso?
Muy natural, porque venía muy preparada y avisada. Me habían dicho los colegas que es la sala más difícil de Catalunya, tiene problemas de microfonía, de visibilidad. Y también me dieron consejos, como tener la obra bastante montada en la sala de ensayo antes de entrar en el teatro... Y realmente ha ido muy bien y lo hemos disfrutado mucho.
Ha reunido un equipo de primera magnitud.
He escogido un equipo de gente extraordinaria, porque creo que dirigir es también saber escoger a quien te acompaña.
¿Para una dramaturga nacida en otro país, estrenar en la sala Gran del TNC es cumplir el sueño catalán?
Esta pregunta daría para una conversación muy larga, que tiene que ver con el sentimiento de pertenencia y de identidad, qué quiere decir vivir en un país pequeño, con una lengua minoritaria, con un sentimiento fuertemente nacionalista que entra en conflicto con otro sentimiento nacionalista, también muy fuerte y colonizador. Venir de fuera y de una familia de procedencia nómada, donde hay una mezcla profunda de culturas, de creencias, de ideologías, es mi idiosincrasia, que ha dialogado con la cultura de mi país de acogida y que ahora siento como país propio, que es Catalunya.
Mi idiosincrasia ha dialogado con mi país de acogida, que ahora siento propio
¿Ha sido fácil?
Ha habido momentos en los que este diálogo ha entrado en conflicto, con contradicciones fuertes, y momentos que han sido más dulces o más naturales. Y yo ahora, mirándolo con perspectiva, creo que la carrera teatral es el espacio que he encontrado para vivir mi pertenencia. El otra día mi hija me decía que el teatro es casa, porque ella desde pequeña ha venido conmigo a ensayos, a pruebas de sonido. Y pensé: ¡qué fuerte!, quizá para mí también. Es decir, el teatro me ha servido a mí para encontrar cierta pertenencia.
¿Cuando recibió el encargo de Carme Portaceli, la directora del TNC, lo vio claro?
Sí, porque ya tenía en la cabeza esta idea. Sabía qué quería escribir y lo podía escribir. La idea de dirigirla sí que vino más adelante. La maduré y pensé que esta historia la quería dirigir yo a mi manera. Contiene una serie de premisas que no son fáciles de vehicular. El acento argentino, el yiddish, la boda judía en Ucrania... quería tener esa responsabilidad.
¿Mezcla la historia familiar con mucha ficción?
Yo quería darme el permiso de fabular. No creo que el teatro tenga que ser un documental, ni tampoco un manifiesto, ni es periodismo, es otro tipo de expresión. Y aquí es cuando pedí a Albert Pijuan, amigo mío de hace tiempo y un gran novelista, que me ayudara. He hecho una mezcla entre muchos datos de otros amigos míos que tienen historias parecidas a la mía, y también porque conozco muchísimo este tipo de viaje, de migración, y Pijuan ponía una distancia que me ayudaba.
¿Cómo se enfrenta a una obra de gran formato como esta?
Escribí La gata perduda, que es la ópera del Raval, y aunque no la dirigí, seguí el trabajo de Arnau Tordera y Ricard Soler, el director y el compositor, y aprendí mucho. También de Javier Daulte, dramaturgo y director argentino, que me dijo que cuando escribes una obra tienes que saber desde qué fila del teatro la escribes.
A veces el humor contiene muchas dosis de verdad y es una forma de supervivencia
Y aquí salen un montón de personajes.
Unos 50, que interpretan 13 actores. Fue la parte más difícil, la que nos supuso más trabajo. Hicimos el rompecabezas con Iban Beltran, el ayudante de dirección, una figura fundamental.
¿Cómo encuentra el equilibrio entre el drama y el humor?
Dirijo desde un lugar muy intuitivo. A veces el humor contiene muchas dosis de verdad, ¿no? Para mí el humor es una forma de supervivencia. Si no hubiera tenido el humor en mi casa... La gente que se toma tan seriamente a sí misma me genera una cierta sospecha. Me gusta más la gente que sabe reírse de sí misma. A la verdad se suele llegar un poco de casualidad, no de una manera unidireccional, solemne, porque, si no, posiblemente es una verdad dogmática y, por lo tanto, castradora.