De pequeño me insultaban por ser amanerado. Donde solo había un niño risueño, espontáneo y feliz, sin maldad alguna, varios niños veían a alguien objeto de burla y a quien quebrarle el único lugar, como dice Matute, que es real: la infancia. Fue un milagro que aquello no me dejara una huella profunda; quizás porque siempre me enfrentaba a los que me zaherían y nunca lo traumaticé. No es muy bello el diente por diente, pero viviendo en el campo andaluz y ante el constante bullying, más de una piedra les arrojé, pues ya de chico era consciente de que contra “ellos” la dialéctica y un mínimo de razonamiento, o de empatía, eran cosa imposible. Supongo que la mayoría de nosotros hemos pasado por escarnio parecido, y quizás me vino hasta bien, pues, como decía Rodoreda, “quien no sufre, no tiene nada que contar, decir y escribir”.

David Uclés, en el centro, rodeado de amigos hace dos décadas
En cualquier caso, hoy quiero contaros algo bello. Hace veinte años exactos un chico me insultó junto a sus amigos. Al parecer, la escena fue bastante violenta, pero soy incapaz de recordarla, porque localizarla entre tantísimas otras sería tan difícil como recordar un día concreto de lluvia en años de diluvio. Pero el otro no pudo olvidarlo y le acompañó aquel recuerdo hasta hoy, que me buscó y me escribió para pedirme disculpas por el daño causado. Me explicó que en su “proceso reciente de de-construcción como hombre” ha reconocido actitudes de las que no se enorgullece. Le contesté y le dije que no se preocupara, que es algo más común de lo que pensamos –los niños son crueles por imitación más que por naturaleza, y la sociedad de los años noventa, y las anteriores, practicaban una homofobia y un machismo reinantes que se reflejaban en el patio del colegio.
Tras leer la carta varias veces, tuve dos reacciones: primero, pensé –y pienso– que esa persona es un tipo excelente, que le honra el hecho de pedirme perdón y de replantearse situaciones “tan lejanas”. Y también me emocioné, pero no solté ninguna lágrima. ¡Y yo lloro con nada! ¿La razón? La forma con la que me protegí de mi entorno. De pequeño usé la imaginación y la creatividad para protegerme del mundo –nunca aislarme, tuve suerte–. No sé cómo lo logré, pero, gracias a Dios, así fue.
De pequeño me insultaban por ser amanerado. Donde solo había un niño risueño, varios niños veían a alguien objeto de burla
Lágrimas presentes o no, el dolor está ahí, y hoy puedo decir que se me ha pasado casi por completo. He tomado esa carta como un perdón común. Me he imaginado a cada uno de los que me perseguían, insultaban e incluso pegaban, cuyos rostros y nombres están grabados a fuego en mi memoria, y los he imaginado leyéndome la carta. ¿Y sabéis qué? Los perdono. A todos. A veces, escribiendo mis libros, tuve la tentación de poner sus nombres a personajes desgraciados e hirientes, deformes y viciados. Pero nunca lo hice. Y ahora, gracias a este chico, he logrado perdonarlos de una forma mucho más sana y sin recurrir a la venganza.
Nunca es tarde para pedir disculpas. El tiempo pasa y se acumula, y parece gigante, pero el cajón de los recuerdos es pequeño y en él yacen los unos junto a los otros.
Gracias al joven que me envió la carta, y gracias a los amigos que me arroparon, defendieron y me dieron siempre tanto amor.