Estoy en Santa Maddalena, la residencia de escritores en la Toscana desde donde suelen llegar historias surreales sobre encuentros, conversaciones, incluso apariciones. Corre el rumor de que aquí la literatura está en el ambiente, en las habitaciones, en los sofás donde autores de todo el mundo han trabajado en sus manuscritos. Pero lo que está en el ambiente es otra cosa. Algo superior y a la vez más primario que la literatura. O mejor dicho, su caldo de cultivo. Me refiero a la amistad.

Amanecer en el Valle de Orcia, en la Toscana (Italia)
Beatrice, nuestra anfitriona, es una mujer de noventa y nueve años. Pero su memoria, su ironía, su curiosidad superan las de cualquiera de los escritores que la observamos como a un milagro. “Hoy viene a comer mi amigo Tonino”, anuncia. “Es mi amigo médico, heredado de mi marido. A mi marido no había manera de llevarlo a una consulta médica, fría e impersonal. Así que tuvimos que buscarle un amigo, un ser querido que fuese médico para proteger su salud. Así, amistad mediante, dejaba que la medicina y la estabilidad entrasen en su vida, no sólo la excentricidad y la sorpresa”. Su marido era el escritor Gregor von Rezzori, autor de Memorias de un antisemita, que supo contar como pocos el complejo tejido social de la Europa del siglo pasado. La residencia es una extensión de su obra. Un universo bello y desconcertante, lleno de dobles sentidos.
Más que dos expertos nonagenarios, son dos recién nacidos descubriendo el mundo
“Lo cual me recuerda –continúa Beatrice– a algo muy gracioso: en las cartas que me enviaba W. G. Sebald, siempre se refería a la residencia como a un manicomio”. A ella le divierte el error lingüístico: Sebald usaba la palabra inglesa asylum al querer usar la palabra alemana residenz. Pero como toda equivocación, esta también contiene algo cierto, y Beatrice es la primera en admitirlo: sabe que su propia salud –y por tanto su residencia de escritores– depende de su enfermera interna, María, que también se ha convertido en amiga. “Afortunadamente, una persona muy cercana a mí se murió”, dice maliciosa. “María la cuidaba, y entonces yo la heredé. Ahora se ocupa de mí como una madre, como una hija. Es increíble. No me han mimado tanto en mi vida.”
Es la hora de comer y llega Tonino, el médico amigo. Es un dandy de punta en blanco, con un bastón que parece venido de Alicia en el País de las Maravillas. Es tan añejo como Beatrice, y tan embriagador como ella. Cuando halago su bastón me mira como si nadie lo hubiese observado antes. Se ruboriza: “No, es que me hace más alto, porque me estoy encogiendo, como Chaplin. Acabaré durmiendo en una caja de zapatos”. Empezamos a comer y me parece que, más que dos expertos nonagenarios, Beatrice y Tonino son dos recién nacidos descubriendo el mundo con cada carcajada, reinventándolo con cada imagen, siempre inesperada. Es sabido que uno de los secretos de la longevidad –y de la salud– es la amistad, pero es menos sabido que la literatura es una extensión de esta.