Bartleby en el Upper West Side

El sueño de Nueva York | 2

¿De qué huía Bartleby, y qué buscaba? Si Herman Melville no lo revela, no lo haré yo

'Dreams or Nightmares', fotografía del libro 'I love New York', de David Drebin

'Dreams or Nightmares', fotografía del libro 'I love New York', de David Drebin

Editorial TeNeues

Bartleby es un espécimen neoyorquino, pero si resulta un personaje universal es porque existe en cada país, en cada ciudad y en cada barrio. Yo desayuno cada mañana al lado de Bartleby: hay un tipo que se sienta en mi misma esquina de la Hungarian Pastry Shop, la cafetería donde voy a escribir. Aquí suelo encontrarme con varios habituales del Upper West Side, el barrio de Nueva York donde vivo hasta que me convierta en uno de los moluscos que viven en esta cafetería más que en sus pisos. ¿A dónde vuelven estos Bartlebys, si pasan todo el día aquí?

Me pregunto si sus hogares son sórdidas latas de sardinas, o si tienen cónyuges que los odian, o familiares a su cargo y de quienes desean huir. Todas las miseras humanas existen en esta ciudad, las habituales y las inimaginables, y se adivinan en los rostros de quienes pasan demasiado tiempo en la Hungarian Pastry Shop. Esta es la cafetería de los estudiantes, los profesores y los escritores. No hay wifi, nadie entra sin un libro, y las paredes están forradas con las portadas de los libros que fueron escritos en estas mesas. Varios novelistas viven o vivieron en el Upper West Side, y empezaron o terminaron sus sus manuscritos aquí.

Llega temprano, siempre con su libro, y se instala. Es siempre el mismo, uno del escritor surrealista Louis Aragon”

¿Cuál es el nombre de mi Bartleby, el hombre gris que se sienta a mi lado? Un día me lo dijo, incluso me dio su teléfono, cuando lo saludé y me explicó, sin haberle yo preguntado, que trabaja para una agencia de derechos humanos. Pero llamémosle, de momento, Bartleby número uno, porque hay varios bichos raros como él en la cafetería. Son seres cuya ocupación suena verdadera, pero su comportamiento es dudoso, pasivo e inescrutable.

Todo lo raro es potencialmente novelesco. Lo novelesco es antónimo de lo previsible, lo cliché. Tiene sentido que, en esta cafetería de escritores y bichos raros, los asientos sean sumamente incómodos y el espacio diminuto: nadie en su sano juicio vendría a escribir o leer aquí, pero ¿quién en su sano juicio dedicaría su tiempo a inventar y leer historias inventadas? Una de mis expresiones favoritas en inglés dice It takes one to know one: cuando reconocemos algo en los demás es, en el fondo, porque poseemos esa misma cualidad. ¿Qué me hermana a este Bartleby?

Me temo que si le preguntase por qué no lee, y por qué tampoco vuelve a casa, me diría: preferiría no hacerlo”

Llega temprano, siempre con su libro, y se instala. Cuando me fijo, es siempre el mismo libro, uno del escritor surrealista Louis Aragon. Así fue cómo nos conocimos: él vio que yo leía sobre otra surrealista, la pintora Leonora Carrington, y trabamos una amistad dadá. Pero este es el quid: Bartleby ni siquiera lee, su libro permanece cerrado. Sería fácil decir que es un hombre solo, una figura triste, que algo le pasa o le pasó, pero es más sabio intuir lo contrario: que ha superado la tristeza, que no hay nada penoso en buscar compañía y traer un libro como excusa, que todos evitamos volver a casa porque la casa es un lugar ambiguo, y tal vez nuestra casa es aquí y son los otros.

Preguntarle sería traicionar a la imaginación. Si uno observa sostenidamente, al final consigue adivinar. Y me temo que si le preguntase por qué no lee, y por qué tampoco vuelve a casa, me diría: preferiría no hacerlo. El Nueva York que conozco es un territorio entre la realidad y la ficción, y aquí viven escritores de carne y hueso que crean mundos paralelos hasta que los espacios de la ciudad toman, un buen día, el relieve de lo imaginado. ¿De qué huía Bartleby, y qué buscaba? Si Herman Melville no lo revela, no lo haré yo, pero hay que estar frente a frente para entenderlo sin necesidad de ponerle palabras, de eliminar su misterio con una explicación. No hay que traducir, ni inventar el mundo a marchas forzadas. Escribir se parece más bien a ser testigo. Haber estado significa escribir. 

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