Hubo un tiempo en que Estados Unidos exportaba beldad al mundo y allí estaba Robert Redford. Mientras España cantaba ¡Que se mueran los feos! con la intención loable de mejorar la fauna autóctona, Estados Unidos producía unos actores guapos, condenadamente guapos, tal que Robert Redford y Paul Newman, con el pitorreo añadido de que siempre se lamentaban de que los tratasen de sex symbols . Una cruz, vaya.
¿A quién le ha caído mal Robert Redford en alguna película? Su biografía corre paralela al esplendor de Estados Unidos en la tierra, salvo episodios como Vietnam o el aliento a ciertos golpes militares, muy criticados por sectores del propio sistema: Hollywood –ver Jane Fonda, que llegó a visitar Vietnam del Norte en plena guerra–, los campus universitarios y el cuarto poder, al que tan idealmente representó en Todos los hombres del presidente.
Redford ha sido el buen demócrata, el perfecto demócrata, como Paul Newman, con quien compartió dos películas clásicas e inevitablemente taquilleras (Dos hombres y un destino y El golpe) . Ambos tuvieron la fortuna de desarrollar una vida pública y opinar sobre política en un mundo sin redes sociales, que hoy les hubiesen triturado, como trituran todo.
“Los Estados Unidos de América ahora son los Estados Desunidos de América”, observó en una de sus últimas entrevistas, en la primera presidencia de Donald Trump, a quien dio una oportunidad, lo cual sugiere un demócrata sin prejuicios (curiosamente, respaldó a todos los candidatos demócratas salvo a Hillary Clinton). Muy pronto detectó que Estados Unidos no era el país en technicolor de su juventud –nació en 1937– sino “una nación con grises”, de ahí que proyectase un patriotismo crítico y sin estridencias.
Viéndole lavar el cabello a Meryl Streep en Memorias de África se entienden mejor algunas cosas sobre hombres y mujeres. Redford fue el peldaño siguiente a los actores machos y castigadores, acaso los ojos azules y muchos papeles románticos sin edulcorante.
Nos deja sus películas pero una América fea, muy fea.