La Catalunya antipática

El viernes pasado, en RAC1, Xavier Garcia Albiol vaticinó que dentro de dos o tres generaciones el catalán podría desaparecer. Para argumentarlo, se refirió a los errores de una política lingüística que ha convertido el catalán en una lengua “antipática”. Es un ritornello entre los que, con o sin buena voluntad, proyectan profecías simplistas sobre horizontes complejos. ¿Cómo lograr que el compromiso lingüístico sea simpático si sabemos que el criterio de los países que pueden defender su propia lengua suele ser, por definición, antipáticos?

05.02.2014, Barcelona Bilingüisme a les escoles. Ensenyança a l educacio Primaria amb trilingüisme. Catala, castella, angles. Idiomes. lenguas, escuela, colegio, aprender idiomas, catalan, castellano, ingles, bilinguismo, trilinguismo, educacion, pizarra. foto: Jordi Play

Clases de catalán en la escuela 

Jordi Play per a La Vanguadia / Otras Fuentes

En el caso del catalán –Garcia Albiol también lo dijo–, los cambios sociales y demográficos y la legalidad plurinacional son determinantes para entender el declive de su uso social. Pero la política lingüística ha abusado de estas excusas. La demografía y la inmigración son factores influyentes, sí, pero también lo son la obscena subordinación al turismo y el desgaste público que comporta, la frivolidad psicopedagógica y la persistente falta de medios, que desprestigian el catalán y, por extensión, la cultura que representa.

Basta hablar con inmigrantes inscritos a los cursos de catalán para darse cuenta de las limitaciones del sistema y de los que tienen que defenderlo. Eso tiene poco que ver con la simpatía. Y el voluntarismo de algunos activistas –sumado a la voluntad de los que desean aprender– actúan como corrector de un servicio público defectuoso, pero también como el maquillaje que perpetúa la complacencia resistente y el oportunismo parasitario.

El voluntarismo activista actúa como corrector de un servicio público defectuoso

Soy incapaz de hacer un análisis sociolingüístico solvente, pero sí puedo contar mi caso. En 1971 llegué a Catalunya sin saber catalán. Por una carambola de circunstancias, fui a una escuela privada que daba las clases en catalán, con una mayoría absoluta de alumnos y profesores catalanohablantes. El factor determinante para que mi aprendizaje fuera rápido fue que NECESITABA el catalán para superar el impacto del exilio y relacionarme con los amigos (¡y las amigas!) y que el entorno –simpático, antipático, indiferente– podía actuar en coherencia con la identidad, no excluyente, de la escuela y el país. 

Como tantas familias, en casa manteníamos la lengua materna –el español– en una época en la que los catalanohablantes hablaban catalán entre ellos. Ahora, en cambio, observo que muchos lo hablan intermitentemente o prefieren estropearlo con calcos de importación, como si creyeran que trufándolo de giros anglosajones o de un español artificialmente guay –híbrido de reguetón, pseudocultura narco y hemorragias digitales– serán más sexys y virales.

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Esta batalla no se gana haciéndote el simpático sino castigando la mezquindad partidista y ayudando de verdad a que los que no hablan catalán NECESITEN saberlo. Y también entendiendo que si los catalanohablantes de toda la vida constatan que se desprestigia su lengua y se la rebaja a la condición de extravagancia antipática, no tardarán tres generaciones en abandonarlo.

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