Además de la observación de cálculos geopolíticos y equilibrios culturales y lingüísticos, el Nobel de Literatura tradicionalmente se ha comprometido con un perfil que podemos definir como de “escritores de la herida”, creadores de mirada introspectiva que indagan en la condición humana con el foco puesto en el dolor y el trauma, y sus antídotos (amor, arte, belleza, espiritualidad).
Los últimos lo atestiguan: Gurnah, Ernaux, Fosse y Kang. Sus pares de fabulación deslumbrante, los que pueden formularse las mismas preguntas y estar comprometidos con idénticas causas, pero que llegan con arquitecturas narrativas de imaginación febril y cierta megalomanía narrativa, no son tan bienvenidos. Quizá Olga Tokarczuk, en 2018, fuera el último precedente.
László Krasznahorkai gana el Nobel de Literatura
De aquí la invitación a celebrar con efusividad extra la bendición de la Academia sueca a László Krasznahorkai, autor telúrico, feroz y visionario, cuyos libros acostumbran a tener algo de bosque desafiante e inhóspito, en el que uno se adentra algo desconcertado –las reglas de puntuación se han entregado a la anarquía y las frases se dilatan, torrentes embravecidos–, pero que poco a poco se siente en un campo de fuerzas o un trance hipnótico.
Igual que el nieto del príncipe Genji debía serpentear por una cuesta hasta alcanzar el monasterio que le revelaría un sinfín de prodigios en su libro Al Norte, la montaña... , el lector paciente accederá con cada título al otro lado, a la dimensión Krasznahorkai, donde una embriaguez misteriosa lo empujará a aullar.
