Algo anciano debe de haber en mí porque siempre acabo, en cada rincón del mundo, sentada con personas de ochenta, noventa años. No lo busco, sencillamente sucede. Y no soy consciente de ello hasta que algún achaque físico ralentiza nuestra conversación. Solo entonces me doy cuenta de que mi cuerpo es más joven, mi hablar más ágil, pero permanezco cerca, feliz, toda mi atención fijada en historias en apariencia ajenas a mí: sobre los años treinta, sobre las guerras del siglo pasado, sobre giros sociales que, en mi generación, damos por hechos, y no por batalla.
Visitantes en el campus de la Universidad de Princeton en Nueva Jersey
Michael, a quien acabo de conocer en el campus de Princeton, me habla de su tiempo como estudiante. Me dice que su año fue el primero en que admitieron a mujeres en la universidad: hasta 1969, Princeton era un campus masculino: “Entonces emergió una asociación llamada Concerned Alumni of Princeton (Alumnos de Princeton Preocupados). Un grupo de varones conservadores que protestaban contra esa nueva política según la cual las mujeres tenían el mismo derecho de estar en las clases que ellos”.
Aunque a veces nos lo parezca, el progreso y las libertades no se fraguan siempre en otro lugar
Llega otro antiguo alumno al banco donde estoy sentada con Michael. Se presenta como Will. A mí debe de notárseme, no sé cómo, que soy presa fácil para este tipo de historias. Will le pide a su mujer, Louise, que me cuente otras oral histories (cuentos orales) de aquella época. A menudo, más que escritora, me siento un receptáculo de las historias que oigo, que me cuentan. Pero las personas solo hablan cuando perciben que alguien está dispuesto a quedarse quieto, a escuchar. No porque narren eventos importantes o significativos, sino porque alguien los recuerda, los quiere recordar, y eso es suficiente.
Louise desplaza su silla de ruedas hacia mí: “Lo que hoy es una universidad meritocrática –dice– se originó como una escuela de niños ricos, de hombres con egos monumentales”. Michael y Will se ríen y asienten. “Te voy a dar un ejemplo a modo ilustrativo: un donante millonario de apellido Duke se presentó un buen día aquí, en el campus de Princeton, y ofreció millones a la universidad a cambio de que modificasen el nombre de Princeton a Duke. La universidad se negó, y él acabó fundando su propia universidad un poco más al sur”. Este es el origen de la universidad Duke, otro de los campus conocidos de la costa este.
Pero el caso de Princeton, donde las mujeres no empezaron a estudiar hasta los setenta, no es una excepción. Me quedo pasmada con estos datos sobre otras universidades de la Ivy League, reconocidas en la actualidad por su investigación pionera: Brown no se convirtió en una universidad mixta hasta el 1971, y Columbia no lo hizo hasta el 1983. Aquí, en España, las mujeres pudieron acceder a las universidades públicas desde principios de siglo. Aunque a veces nos lo parezca, el progreso y las libertades no se fraguan siempre en otro lugar.

