Cuando Picasso fue detenido por el otro gran robo en el Louvre, el de 'La Gioconda'

Espectacular golpe en París

La estrambótica sustracción de la obra maestra de Da Vinci y la no menos estrambótica detención del genio malagueño

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Visitantes frente a ‘La Gioconda’, expuesta en el Louvre 

Getty

El insólito robo de joyas históricas de valor incalculable del museo del Louvre, el más grande del mundo, tiene un cierto sabor a déjà vu. No es la primera vez que pasa algo que deja sin palabras a los periodistas. El 23 de agosto de 1911 los periódicos de París abrían sus portadas con una noticia bomba: el robo de La Giaconda en el Louvre. Uno de los primeros sospechosos, que llegó a ser detenido, fue un jovencísimo Pablo Ruiz Picasso.

Junto al pintor fue detenido el poeta Guillaume Apollinaire, que entonces era su amigo. Ni el uno ni el otro (a decir verdad, tampoco el cuadro) eran todavía tan famosos como llegarían a ser, pero aquellos hechos –como los de ahora– causaron una profunda conmoción. Y como ahora, tampoco los investigadores tenían ni idea de quién o quiénes estaban detrás de la desaparición de una de las obras maestras de Da Vinci.

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Las joyas robadas 

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Los hechos se detectaron bien entrada la mañana del martes 22 de agosto (el día anterior el museo estuvo cerrado al público). Inmediatamente el recinto fue clausurado. Se hacía realidad así la peor pesadilla del subsecretario de Estado de Bellas Artes, que poco antes se había ido de vacaciones y se despidió de su jefe de gabinete con una frase premonitoria: “No me molestes, a no ser que arda el Louvre o que roben La Gioconda”.

Los días fueron pasando sin que se supiera nada de los ladrones. Y mientras tanto una legión de curiosos acudía a diario a ver el hueco que quedó en la pared donde estaba el cuadro. En las comisarías se recordó entonces el Manifiesto Futurista de Tommasso Marinetti, que inauguró de una manera rompedora (nunca mejor dicho) las vanguardias. Entre otras sutilezas, los futuristas proponían “destruir y quemar los museos”. 

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Apollinaire y Picasso, en la fecha de los hechos 

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También alababan “el salto mortal, la bofetada y el puñetazo”. Tirando de este hilo pronto salieron a relucir dos nombres controvertidos: los de Apollinaire (1880-1918) y Picasso (1881-1973), de 33 y 32 años, respectivamente y que aún no habían llegado al Olimpo. Adonde sí habían llegado es a las fichas policiales. Ambos tenían antecedentes por un caso que ya destapó cuatro años antes la falta de seguridad del Louvre.

Picasso había comprado, gracias a la mediación de Apollinaire y a sabiendas de su procedencia ilícita, dos estatuillas ibéricas que el belga Honoré-Joseph Géry Pieret había robado en el Louvre. Eso motivó que la policía buscara al pintor y al poeta, que fue el primero en caer. Apollinaire fue detenido y pasó dos días en el calabozo. Haciendo honor a uno de sus poemas, se fue de la lengua: “ Amor mío, / mi boca será un ejército contra ti”.

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La ficha policial de Vincenzo Peruggia 

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El autor de estos versos negó taxativamente tener nada que ver con el cuadro, pero reconoció algunas gamberradas junto a Picasso. La mera mención del pintor propició que fuera detenido e interrogado como cómplice. La falta de pruebas debía ser aplastante porque los dos quedaron en libertad, aunque el español mintió y negó incluso conocer a Apollinaire. Ambos recuperaron la libertad, pero su amistad se resintió.

Si estrambótica fue la desarticulación de la banda Picasso,  no menos estrambótica fueron las motivaciones y la detención del verdadero ladrón, el italiano Vincenzo Peruggia. Este oscuro operario trabajaba en un taller de pintura y cristalería de París contratado para tareas de mantenimiento en el Louvre. Allí se obsesionó con la idea de convertirse en el patriota que devolviera este lienzo a su verdadera casa, a Italia...

El robo del siglo fue coser y cantar: el autor solo necesitó un destornillador

El 21 de agosto de 1911, a las siete de la mañana, Vincenzo entró por la puerta de servicio del museo con una bata blanca y se camufló entre la legión de restauradores del recinto, que estaba cerrado al público porque era lunes. El cuadro tenía una caja de cristal de protección, pero carecía de alarmas. El ladrón desmontó la caja con un simple destornillador y a las siete y media de la mañana ya estaba en la calle.

Fue un abrir y cerrar de ojos. Su autor llevó La Gioconda a la habitación de su pensión, la protegió con un terciopelo rojo y se marchó a su trabajo, los talleres Perotti, donde se excusó por la tardanza. “Anoche tomé más copas de la cuenta”. Por increíble que parezca, durante más de 24 horas nadie se dio cuenta de nada. El suceso no se descubrió hasta la mañana del 22 de agosto. Y no se volvió a saber nada más hasta 28 meses después.

En diciembre de 1913, es decir, dos años y cuatro meses después del robo, el autor escribió a varios anticuarios de Florencia. En las cartas, firmadas como “Leonardo V.”, decía que estaba dispuesto a devolver la pieza a los italianos. Sólo uno de los intermediarios contestó. El resto creyó que las misivas eran de un perturbado. El anticuario que le siguió la corriente se lo tomó a broma hasta que descubrió que la cosa iba en serio.

Asesorado por un amigo de la Galería de los Uffizi, el anticuario alertó a las autoridades y concertó una cita con su corresponsal. Las intenciones altruistas y patrióticas del ladrón quedaron en entredicho cuando puso precio a la devolución: 500.000 francos. El 12 de diciembre de 1913 la Policía irrumpió en el hotel donde esperaba cerrar el trato y lo detuvo. Unos días después, La Gioconda regresaba a Francia entre honores de Estado.

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