La cultura de la imagen

A través del espejo

Un título transparente, Conceptos fundamentales de la Historia del Arte (1915) de Heinrich Wölfflin, es todavía hoy, contra el tiempo, y paradójicamente, el relato fundacional de la historia del arte occidental europeo, orientada desde el punto de vista formalista, del que se han nutrido decenas de estudiosos abrumados por la quimera de entender el arte. Los principios metodológicos de Wölfflin originaron una fuerte polémica apenas se publicaron, cierto, puesto que formulaban mediante contraposiciones radicales las articulaciones conceptuales alternativas al positivismo historiográfico de fin de siglo. La obra contó con apologistas convictos y detractores furibundos, pero desde la perspectiva contemporánea nadie discute su formulación canónica de un género de formalismo levemente historicista de fecunda influencia posterior.

El británico Summers, y hablaba de Miguel Ángel, ha señalado recientemente que la propuesta de Wölfflin constituyó el primer proyecto serio para describir las transformaciones diáfanas de la percepción visual “en analogía con los modelos de la evolución lingüística” a la búsqueda de un espacio estético que arrinconara de una vez por todas la consideración naturalista del estilo. Wölfflin, en efecto, derivaba sus principios del análisis empírico de las formas que justifica la contraposición entre el arte renacentista y el barroco y sostienen visualmente la trama clásica del arte moderno. Nada menos.

Para Wölfflin, el barroco introduce una nueva sensación de espacio que “tiende hacia el infinito”

Lineal y pictórico, plano y superficie, formas cerradas y abiertas, multiplicidad y unidad, claridad absoluta y relativa son conceptos cardinales en la terminología de Wölfflin, que pretende “atrapar” sintéticamente a través de contraposiciones escuetas el legado formal intuido por el clasicismo helenista de Winckelmann y transformado en un programa visual o sensible que nos sirve para ver, percibir el dinamismo constructivo que justifica el luminoso modelo clásico. La mirada de los pueblos no solo es distinta, sino que ve cosas diferentes, advertía Wölfflin: según el ángulo de visión y la densidad formal de los modelos en juego. Todo lo que solemos llamar imitación de la naturaleza, añadía, posee significación artística solo cuando se inspira en motivos plásticos precisos que se desarrollan con una dinámica histórica autónoma y se visualizan a través de las obras de arte. Wölfflin ha contribuido seriamente a la universalización de la historia del arte a través de la formulación paradigmática de unos conceptos antitéticos que nos hablan del significado de la forma en el contexto de un estilo determinado y construido en el que el arte escribe su propia historia. Solo en el territorio autónomo del arte se dinamizan las formas que configuran, viene a decirnos el singular e imaginativo estudioso.

A través de tales conceptos binarios se puede llegar a entender cómo las formas de representación, quizás formas de contemplación, se sustantivan en el relato artístico. Un par de ejemplos al azar: Andrea Mantegna construye su Cristo muerto (c. 1475, pinacoteca de Brera, Milán) sobre una estructura lineal donde el escorzo de la imagen alcanza el punto de fuga a partir del que dispone una secuencia de planos escalonados –pie, torso, rostro– quebrados en vertical por unas plañideras contundentes. La luz está dirigida a dar consistencia a las imágenes y se convierte en vector visual decisivo para clarificar los volúmenes y aristar los planos.

Cristo muerto (c. 1475), de Andrea Mantegna

LV

Lección de anatomía de Rembrandt (1632, Mauritshuis Museum, La Haya) se ordena a partir del equilibrio formal que sugiere la profundidad contra el plano. La estructura en diagonal alcanza claridad elocuente cuando la luz queda subordinada a la secuencia constructiva de volúmenes en el espacio plástico. La convicción de las imágenes es acaso el resultado definitivo. ¿Clasicismo pictórico, táctil o eficaz pictoresquismo barroco? El estudioso tiene la última palabra en la selección de un sistema operativo creíble.

Es sabido que, para Wölfflin, el barroco introduce una nueva sensación de espacio que “tiende hacia el infinito”, mientras que el espacio en el Renacimiento parece definido con regularidad proyectiva contundente, y puede representarse solo mediante unas formas tectónicas cerradas, que en el barroco se pierden, diríamos, en lo ilimitado. Wölfflin considera que esta disolución espacial hacia el infinito puede explicarse únicamente, y no es dato anecdótico, desde un punto de vista psicológico, que tiende a calificar y evaluar cada objeto artístico de acuerdo con su relación con el conjunto plástico. La deformación barroca se transforma así en la extremada patología estética que desconcierta el programa clásico y abre la percepción artística moderna a un equívoco subjetivismo intencional que somete la obra del arte a sus plurales cualidades expresivas y la abre a la diversidad figurativa.

El joven estudiante Walter Benjamin, testigo fascinado de las lecciones de Wölfflin en Munich, se sintió pronto inquieto por la “disolvente abstracción” de los argumentos del respetado maestro, que carecía de una relación vívida del arte como trama formal y pretendía suplirla con su energía personal y los inigualables recursos retóricos que hacían de sus clases unos performativos monólogos sin fin. Benjamin sabía más de lo que aparentaba de los demonios agazapados en los pliegues del clasicismo y las insondables mitologías adormecidas en la iconografía pagana, cristianizada o no, como había descubierto asimismo Aby Warburg. El filósofo intuía una historia del arte estricta que establecía secuencias narrativas enraizadas en la obra de arte, pero entendida como pequeños mundos formales autosuficientes y a su vez abismales. La trama imprecisa de la modernidad narrativa y gestual artística por llegar. “El arte no tiene nada que ver con las formas que coexisten sobre el lienzo. No crea un segundo mundo de apariencia sensible, sino un mundo fantaseado por la conciencia artística en el tiempo”, concluía Wölfflin. Y aquí quedamos, lo demás es historia antigua, bellamente narrada.

En memoria de Lluís Permanyer, amigo

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