La demencia desde dentro

El pasado junio The New York Times publicó un artículo que señalaba las metáforas engañosas sobre la demencia. La narrativa trágica sobre esta enfermedad sigue proliferando en libros, películas, malas biografías. Se describe rutinariamente a quienes viven con demencia como a “muertos vivientes”, “fantasmas de lo que fueron” o “cuerpos cuyas almas han desaparecido”. Pero las experiencias reales contadas por los propios pacientes, y por sus cuidadores más cercanos, ofrecen una historia muy distinta.

Un anciano en silla de ruedas eléctrica en un parque en el primer día en que los españoles pueden salir de casa a pasear y hacer ejercicio al aire libre, pero solo en determinadas franjas horarias, divididos por edades, en el mismo municipio de residencia y sin alejarse en el caso de los paseos a más de un kilómetro de distancia de su domicilio, en Madrid (España), a 2 de mayo de 2020. .

Un anciano en silla de ruedas eléctrica en un parque 

Ricardo Rubio - Europa Press / Europa Press

Cuando publiqué mi primera novela, una neuropsicóloga se puso en contacto conmigo. Me preguntó si había pasado tiempo con personas con discapacidad cognitiva. En ese momento, hacía años que le habían diagnosticado demencia a mi padre; entonces yo era una adolescente, y todo lo que escribí en los años siguientes lo hice mientras estudiaba literatura y observaba cómo su enfermedad neurodegenerativa avanzaba, improvisando y cuidándolo sin que nadie, de antemano, me enseñara cómo.

La enfermedad de mi padre no implicó una decadencia aplastante, sino una transformación

Aida, la neuropsicóloga, había leído mi vida entre las líneas de mi novela. Y me hizo una propuesta: ¿Me gustaría pasar tiempo con sus pacientes con demencia y escribir sus historias? “Ni la ciencia ni la literatura”, me aseguró, “logran ir más allá del tópico trágico sobre el deterioro cognitivo”. Aida tenía razón. El cliché dominante en torno a la demencia es que, cuando se diagnostica, la vida del enfermo ha terminado: que desaparece antes de morir, que la persona en tanto que persona se esfuma, etcétera.

Le conté a Aida que, en mi experiencia, la enfermedad de mi padre no había implicado una decadencia aplastante, sino algo más complejo, más cercano a una transformación, y, a veces, a un renacimiento de la personalidad. Un descubrimiento de otros aspectos de su ser que antes permanecían ocultos: me fascinaban, por ejemplo, los cambios que el deterioro cerebral había operado sobre su sensibilidad, de pronto más dulce y afinada. Y me sorprendían (me irritaban) las percepciones condescendientes que los demás imponían sobre lo que le estaba sucediendo. No fue fácil, pero nadie parecía entender que tuviésemos momentos felices dentro de la dificultad emocional, logística y económica que presenta la demencia.

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Si se los da por muertos antes de morir, no debe extrañarnos que las actitudes familiares y los servicios públicos sigan ese mismo patrón. Tal vez así sea más fácil negar el esfuerzo, retirar cualquier intento de cuidado. Aida me puso en contacto con pacientes suyos con ganas de hablar, de contar su día a día, por el que nadie les pregunta porque se presume fatídico, devastador. Indigno. Pero las historias reales sobre la demencia contradicen nuestros clichés más preciados sobre la identidad, nuestros prejuicios sobre la enfermedad y nuestra cobardía ante la muerte, que es en realidad cobardía ante la vida.

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