Conocido internacionalmente como “el nuevo Miguel Ángel”, Jacopo Cardillo (Frosinone, 1987), Jago , trabaja el mármol con la intensidad de un oficio antiguo y la mentalidad de un creador nacido en la era digital que cuenta con un millón de seguidores en redes. Le interesa la materia, pero también la mirada de los otros: ese punto de encuentro donde, según él, se juega el verdadero sentido del arte.
Jago: El nuevo genio de la escultura , dirigido por Luigi Pingitore, estrenado en el festival de Tribeca y que se podrá ver hoy y mañana en cines de toda España, ofrece por primera vez un acceso pleno a su universo creativo: un territorio de ruido, polvo, resistencia física y una concentración que parece suspender el tiempo. Con fotografía cuidada y música de Andrea Felli, el documental traza el mapa emocional de un creador que transforma la materia, pero también la percepción del espectador. Un viaje que celebra la fuerza humana capaz de convertir el mármol en algo vivo, cargado de significado y destinado a perdurar.
Jago utiliza el mundo digital para invitar al público a acercarse a un arte que a menudo se percibe lejano
Tras varios años en Nueva York, el escultor regresó a Italia y convirtió una iglesia de Nápoles en su taller. Allí se enfrentó durante meses a su proyecto más ambicioso, una Pietà contemporánea que domina gran parte del metraje. Pingitore sigue esa transformación desde el primer bloque hasta el momento en que la obra se expone en público, sin interferencias, dejando que los golpes de cincel, la cadencia del trabajo y el movimiento obstinado del artista narren lo que las palabras no alcanzan. El resultado, un retrato que muestra lo que suele permanecer oculto: la lucha, el agotamiento, la precisión, la duda.
Aunque Jago rehúye las etiquetas, admite que la tradición es un punto de partida inevitable. Considera que el mármol exige disciplina y humildad, una relación física y emocional que define como “un diálogo continuo entre lo que deseas y lo que la piedra permite”. En el documental, avanza con paciencia feroz hacia la forma final, un gesto tras otro, como si la escultura fuese un organismo que se resistiera a nacer.
Esa intensidad convive con una dimensión más contemporánea: su enorme presencia en redes sociales. Con más de un millón de seguidores, Jago utiliza la visibilidad digital para compartir su trabajo. Explica que mostrar el proceso no busca crear espectáculo, sino invitar al público a acercarse a un arte que a menudo se percibe lejano o inaccesible. Para él, cada obra es “un puente entre miradas y generaciones”, una forma de activar la curiosidad en quienes jamás entrarían en un museo.
Pingitore recoge también ese contraste: la rudeza del taller frente a la sensibilidad de un artista obsesionado con comprender antes que juzgar. En una de las situaciones más comentadas, Jago invita a unos jóvenes que habían vandalizado una de sus esculturas a visitarlo. Más que un acto de reconciliación, se convierte en una reflexión sobre cómo el arte puede abrir espacios de escucha en un mundo acelerado y digitalizado.
Lejos de idealizar, el documental muestra a un creador que se interroga constantemente sobre su oficio y el lugar que ocupa el arte en la vida actual. Pingitore acompaña esa búsqueda con una mirada que combina precisión y lirismo, captando no solo la destreza técnica, sino también el gesto íntimo de quien intenta comprenderse a través de la materia. El resultado es una película que ilumina el trabajo que hay detrás de cada obra, recordando al espectador que la belleza, a veces, nace de un combate cuerpo a cuerpo con el tiempo y con uno mismo.


