Suelo preguntarme por lo que esconden las personas, más que lo que expresan, y en la mirada puede verse a menudo cuando alguien trata de esconder su soledad: hay algo en el párpado, en la inestabilidad de la pupila. Se parece a la mentira, pero es más cercano a la ocultación, al fingimiento. Es como la mirada de los perros, pero lo que escondemos las personas no es un hueso ni un tesoro, sino algo más difícil.
Hay dos tipos de seres solitarios. El solitario circunstancial es aquél que se siente solo cuando está aislado de la familia, los amigos o el afecto que suele tener cerca. Tiene vida interior, y en circunstancias normales no necesita compañía constante. El solitario existencial es el que, aun estando rodeado y en presencia de seres queridos, no parece arrancarse la soledad de dentro, y está dispuesto a arrastrar a los demás consigo a ese hoyo.
El solitario existencial, aun rodeado de seres queridos, no parece arrancarse la soledad de dentro
Yo me reconozco en el primer tipo, pero también reconozco que me atrae el segundo: he tratado de entender esa tristeza muda en algunas personas, el desamparo que no se marcha nunca. Y creo que se debe a que lo vi, por primera vez, en mi padre: una persona en apariencia alegre y social a quien, sin embargo, nada ni nadie llenaba del todo. Siempre me intrigó y me pregunté por el origen de ese desamparo, pero no es fácil llegar a entenderlo cuando las personas no lo confiesan, y la historia que se cuentan sobre sí mismas nunca es exactamente la historia real.
Uno aprende, a las malas, que no puede curar ni suplementar con afecto la soledad ajena. Nunca acaba bien intentar llenar un vacío de otro. Y lo cierto es que ambos tipos de solitario (el circunstancial y el patológico) no son fáciles de diferenciar: cuando alguien se dedica a decodificar y llenar con amor a los seres solitarios, seguramente sea porque, al hacerlo, evita entender algo propio. Es más fácil solucionar a los demás que mirarse a uno mismo.
Cuando me miro, a veces veo a una niña en la cocina. Le extraña el rostro de su padre, que ve a través de la puerta. Él está postrado en su cama, mirando la televisión. Tiene un rostro irreconocible, de persona abandonada. No es una cara con vida, se parece a un cadáver con los ojos abiertos. En cuanto ella se acerca, un relámpago de vida le recorre el cuerpo al padre, su expresión cambia de animal desdichado a artista de circo, y se transforma en el hombre que ella conoce y quiere. Cuando ella se va, su rostro cae de nuevo. Le ruega a su hija, con y sin palabras, que no se marche jamás.
Ahora la hija es adulta, y en algún lugar de su ficción escribe la siguiente frase: “Que alguien esté desamparado no significa que sea inofensivo”. La ficción es siempre es más sabia que el escritor.

