El Mundial de Clubs de la FIFA es una nueva droga de laboratorio derivada de lo que, a principios de siglo XX, los marxistas denominaban “opio del pueblo”. La competición ha empezado en un país, EE.UU., que sufre terremotos políticos y sociales que en otro contexto habrían obligado a suspenderla. El Inter de Miami-Al Ahly de El Cairo inaugural ha confirmado la decepción como energía oficial de la franquicia. Es una decepción que se ha extendido a un Messi que ponía cara de jugar más por imperativo contractual que por vocación.
Teniendo en cuenta el grado de dependencia de los que consumimos fútbol, es probable que, aburridos o alienados, acabemos enganchados a este Mundial. Mientras tanto, nos consolamos con el llamado mercado (me he propuesto no utilizar la detestable expresión “en clave mercato”), que es una prestación sustitutoria de las competiciones como dios manda. Los fichajes tienen una dimensión de espectáculo que alterna semanas de ficción con fugaces destellos de realidad. La frontera entre la una y la otra es difusa e intrascendente.
Todo el mundo intenta controlar la información en función de sus intereses
Sea verdad o mentira, cada rumor alimenta un género literario que, gestionado con rigor, puede transformarse en periodismo. Antiguamente, era un género inocente. Las portadas de los diarios deportivos hacían montajes fotográficos con jugadores vestidos con la futura camiseta, y se acumulaban posibles nombres rebozados con tópicos. Por ejemplo: sabíamos, siempre de buena fuente, que el futuro crack buscaba piso y escuela para sus hijos en Barcelona. O que, en un hotel de la Diagonal, un camarero, un botones, un recepcionista, un taxista o una limpiadora había reconocido al representante de una estrella necesitada.
Los virtuosos locales a la hora de administrar estos vodeviles mediáticos alrededor del Barça eran Josep Maria Minguella y Joan Gaspart. Hoy, en cambio, los códigos han cambiado casi tanto como la industria de los cromos. La estructura comunicativa del Barça ha profesionalizado la fabricación de rumores, y los entornos, auténticos o parasitarios, intentan controlar un relato que depende tanto de los intereses de los transferidos o transferibles como del ansia de los mensajeros para mantener la atención de la audiencia.

Luis Díaz, delantero colombiano del Liverpool, interesa al Barça
Como en una versión del juego de cartas de la familia, aparecen figuras que el vodevil necesita. El padre bocazas, por supuesto, que cuanto más interviene, más atención suscita. O la madre superprotectora y con ambición de transformar el patriarcado en un paritario matriarcado. Y los hermanos, claro, que confirman el estereotipo según el cual, en una familia, ni el talento ni la inteligencia están bien repartidos. De los representantes, en cambio, hemos aprendido a distinguir los que se han profesionalizado y modernizado y los que amplifican sus movimientos gracias a las insaciables redes sociales o al universo, en permanente expansión, de los podcasts. Y, como una piedra fundacional de todo este negocio, queda la imprescindible Garganta Profunda que, con talento de ventrílocuo, va repartiendo medias verdades y medias mentiras con la impunidad plenipotenciaria de aquellos villanos de película de 007 que, mientras el mundo se va a hacer puñetas, se entretienen en acariciar sus dos gatos siameses.