El otro día, durante uno de mis seminarios universitarios, lancé el experimento.
El experimento consistía en lo siguiente. Consistía en preguntarle a los jóvenes alumnos, todos ellos veinteañeros:
–¿Alguno de vosotros sabe quién es Arantxa Sánchez Vicario?
Dos manos se levantaron.
Apenas dos manos entre una treintena de estudiantes.
Siguiente pregunta:
–¿Alguno de vosotros reconocería a Iñaki Urdangarin en la calle?
Miradas al suelo.
Tercer y último intento:
–Por no hablar de Gervasio Deferr, claro. ¿Alguien sabe quién es?
Aquí respondió uno:
–Es aquel del documental que hacía gimnasia, ¿no?
–Sí, sí, el del documental... –ironicé.
(Si había preguntado por estos tres personajes populares es porque todos ellos habían sido homenajeados recientemente en el Museu Olímpic de Barcelona, a cuenta de los 25 años desde los Juegos de Sydney 2000).
“¿Usted sabe quién es Djmariio, y Sergio Peinado, y Vikika Costa?”
Ya lo ve, querido lector: el experimento estaba saliendo rana. Pero entonces, un alumno rasgó aquel silencio incómodo. Me preguntó:
–Pero, ¿usted sabe quién es DJmariio? ¿Y Sergio Peinado? ¿Y Vikika Costa?
No supe muy bien qué contestarle (bien, le contesté que no, nunca había oído ninguno de esos nombres; “y si lo había hecho, jamás me había interesado por ellos”, añadí, carraspeando). Salí del entuerto como pude.
Y luego, ya fuera del aula, googleé para buscar todos aquellos personajes.
Para mi sonrojo, esto es lo que averigüé:
Sergio Peinado, 1,7 millones de seguidores en TikTok. Vikika Costa, 127.600. DJmariio, 5,3 millones.
Sorprendido ante semejante mareo de números, me mareé a mí mismo a preguntas:
“¿Cómo es posible que DJmariio acapare millones de seguidores en TikTok y yo ni siquiera sepa quién es? ¿En qué momento me he descolgado tanto de la realidad que envuelve a nuestros veinteañeros, nuestros críos, que además son nuestro futuro? ¿Por qué son ellos quienes deberían saber quién es Arantxa y no yo quien debería saber quién es Vikika Costa?”.
Queda claro: había caído en mi propia trampa. Desbordado por todos aquellos pensamientos, releí la columna que Jordi Basté publicaba el otro lunes en este mismo diario. Escribió: “Si nos preguntamos por qué un veinteañero votaría a la ultraderecha, la respuesta no está solo en la vivienda o en los sueldos sino en ese flujo continuo de vídeos que simplifican el mundo hasta hacerlo digerible. Y lo peor es que ni siquiera sabemos su nombre”.