Antes de hablar de la figura de Manolo González, entrenador del RCD Espanyol, me gustaría compartir una sensación contradictoria. Nou Sardenya, martes por la noche, CE Europa-UD Las Palmas (“No pudo ser”, titularía el Abc ). Campo lleno. Cinco suplentes canarios calientan en la banda, pegada a mi localidad de fortuna. Durante más de veinte minutos, un preparador físico dirige unos ejercicios de originalidad remarcable, que rozaban el calentamiento del cuadro de ballet del Bolshói. ¡Qué sofisticación! Pensé en todos esos músculos del cuerpo que estamos descubriendo gracias al fútbol del siglo XXI y esas lesiones de las que ya empezamos a ser especialistas. Todo es desplomarse un jugador en el campo, reclamar el cambio y anticipar un diagnóstico desde el sofá del comedor.
–¡Uy, esto son los isquios! Échale de tres a cuatro semanas de recuperación.
He aquí a un míster al que le cortarán la cabeza porque se llama Manolo y es de casa... ¡y qué casa!
El fútbol ha incorporado un grado de tecnificación vertiginoso. No hay partido en que el aficionado no descubra algún progreso. La forma de calentar en la banda –con un especialista ad hoc–, las jugadas de estrategia con respaldo informático, la supervisión de la merienda –nada de Nocilla– y tantos detalles que desvirtúan la memoria del fútbol como una prolongación adulta de la calle, el patio y la alegría arrabalera y maradoniana de correr detrás de un balón.
Vayamos a Manolo González. He aquí a un entrenador con luz propia al que tarde o temprano le cortarán la cabeza porque se llama Manolo, fue conductor de autobuses y vive el fútbol con una humanidad contagiosa. Es de casa. ¡Y de qué casa! Dispone de una plantilla que da para lo que da...

El entrenador del Espanyol, Manolo González, durante el partido ante el Barbastro
Cuando le veo en la banda, sufriendo, celebrando, mentando a la madre que nos parió, me identifico con su forma de vivir el fútbol superprofesionalizado. Me recuerda, vaya usted a saber las razones, al actor Eduard Fernández en su papel en El 47 , la película que enaltece a un héroe del extrarradio barcelonés al que se le hinchan las pelotas de que nadie les tome en serio.
La derrota copera de Barbastro es de las que duelen. Y hacen daño a un entrenador condenado a que las alegrías duren poco y el banquillo sea la puerta del cielo: usted sí entra, usted no... Sus virtudes son, al mismo tiempo, sus defectos, como nos pasa a todos, empezando por los apellidos. Y ese sentir los colores blanquiazules, de forma auténtica y entrañable... Debería ser lo contrario, pero le acaba penalizando. Nunca le oiremos decir que la culpa de lo de Barbastro fue del hombre del tiempo, los vientos fríos de la zona o de sus reservas.
Si come los turrones, uno que se alegra...