La memoria es caprichosa y me lleva hasta el Roland Garros del 2020, torneo postpandémico y en otoño: una rareza.
Es noche cerrada, casi las once, cuando Rafael Nadal y Jannik Sinner aparecen en escena. Hace un frío que pela en el Bois de Boulogne y Nadal ya es un coloso y Sinner, un desconocido de 19 años, un tirillas italiano, pelirrojo y con cara de niño que a duras penas cabe en el Top 50 mundial.
El coloso y el niño pelean por los cuartos de final del torneo ante una grada aterida e irreconocible y las cosas no van como debían ir, qué extraño es este Roland Garros.
(Todos contemplamos los episodios protegidos con mascarillas, con doble espacio entre pupitres).
Sinner no se arruga, no se agarrota ante la Nadalidad. Le planta cara a la leyenda, juega como un tenista maduro y a punto está de llevarse el primer set (fuerza el tie break).
Nadal se crece al fin, se apropia del primer parcial y del partido (7-6 (4), 6-4 y 6-1), y días más tarde se lleva el torneo (el penúltimo de sus catorce títulos en París), pero de fondo resuena un eco, una voz que, acaso, delinea el futuro:
–Quizás algún día Sinner sea un Top 3 –me aventuran fuentes del entorno del manacorí.
Parecen convencidos, aunque hablan con la boca pequeña, poca broma con lo que plantean pues Sinner es bueno, muy bueno, pero a Top 3 no llega cualquiera...
(...)
Casi cinco años más tarde, su vaticinio se ha quedado corto.
Sinner (24) ya suma 64 semanas como líder mundial y su peso es insoportable, una losa para todos los miembros del circuito salvo para uno, este Carlos Alcaraz que revolotea a su alrededor, su antítesis en la pista, qué distintos son y qué bien le sienta al tenis esta nueva realidad.
Trazamos las diferencias de un plumazo, a vista de pájaro. Cuando juega, Alcaraz es elástico y disfrutón. Improvisa, cambia sobre la marcha, resulta imprevisible y escurridizo. Sinner es el hombre de hielo, una versión 2.0 de Björn Borg. Su tenis es académico, técnicamente perfecto, martillo pilón que, por puro compás repetitivo, acorrala y desespera al adversario.
La dicotomía recrea pasajes no tan lejanos, acaso la rivalidad entre Federer y Nadal, aquel debate a dos bandas en el que no cabían otros, ni siquiera el Djokovic que acabaría llegando más tarde y que, mira por dónde, aquí sigue.
Apagados aquellos ecos, nos asomamos a una situación paralela. Mientras nos preguntamos si somos sinnerianos o alcarazianos, ambos se aplauden y se elogian (tal y como hacían Federer y Nadal), y quien pretenda colarse en el debate llegará tarde y a desmano. Tras ellos, tras estos fenómenos que pugnan por el liderato mundial, se abre un abismo oscuro: este es el presente. Sinner y Alcaraz son un estupendo regalo para el tenis y un insuperable sonrojo para sus rivales.
Dos reyes, un trono
El desordenado público de Flushing Meadows, gritón y colorista, añora aquellos años fabulosos, los de Connors, McEnroe, Courier, Agassi y Sampras, sus mitos locales, pero aquello ha quedado atrás.
El tenis es hoy europeo.
Lo fue en los tiempos del Big Three y lo es también hoy pues un italiano y un español se reparten el mundo. Jannik Sinner y Carlos Alcaraz son dos reyes pugnando por un trono. La tercera final de Grand Slam que se juegan en este 2025 (en Roland Garros ganó Alcaraz; en Wimbledon, Sinner) decidirá quién de ambos amanece mañana como líder del ATP (la final es hoy, a las 20h).



