Allí reluce el salero de Cellini, una miniatura de oro apodada “la Monalisa de la escultura”, valorada en unos cuarenta y cinco millones de euros y víctima de un angustiante robo con final feliz a principios de este milenio. Por allá se adivina el brillo de los doce diamantes que adornan una cajita de objetos de higiene personal: un mondadientes, un raspador para lengua y una cucharita para la cera de las orejas, los tres de oro macizo. La mayoría de lo que aquí se exhibe, sin embargo, nunca tuvo ninguna funcionalidad más allá de maravillar.
Por ejemplo, esta copa de lapislázuli en forma de dragón (por Gasparo Miseroni, c. 1565-70), ejemplo espectacular del extremadamente difícil arte de esculpir con piedras preciosas. Antaño, este espectáculo para la vista estaba coronado por un colmillo de unicornio y una lengua de un dragón.
No es de extrañar que todos estos contenidos un día estuvieran albergados en un lugar llamado Kunst- und Wunderkammer, gabinete de arte y maravillas, aunque hoy, integrado dentro del gigantesco museo Kunsthistorisches de Viena, se conozca como Kunstkammer a secas. Algunos de estos tesoros están a la vista del público. Representan la pasión –a veces febril– por atesorar todo lo bello y raro que durante más de seiscientos años afectó a los austríacos Habsburgo. Aquí cabía todo “lo que embelesaba los sentidos, deleitaba el ojo e inspiraba el intelecto”, en palabras de Sabine Haag, directora general del museo.
Fenómenos técnicos
Por culpa de un prejuicio nacido en el siglo XIX, cuando la pintura y la escultura (de mediano y gran tamaño) se elevaron por encima del resto de artes coleccionables, nuestro ojo no está entrenado para apreciar algunas de las proezas de esta cueva de Alí Babá. En ella se incluyen, por ejemplo, figuritas de marfil que el gusto contemporáneo consideraría exponentes de un apolillado kitsch.
Se trata, sin embargo, de prodigios técnicos insuperables. Tallar estas miniaturas, con semejante nivel de detalle, de una sola pieza y con las limitaciones que impone la forma de un cuerno de elefante, requiere una destreza y una paciencia infinitas e impagables. Huelga decir que los artesanos no tenían margen alguno de error: una muesca fuera de sitio y vuelta a empezar. La Kunstkammer está llena de este tipo de portentos: aquí residen, además, algunos de los objetos más pequeños jamás tallados de una pieza de coral o de una sola piedra preciosa.
Olifante, relieve en marfil, Italia, siglo XI, conservado en la Kunstkammer de Viena
El tesoro de los Habsburgo llegó a constar de unos diez mil objetos, algunos de los cuales, en el siglo XIX, fueron el germen del Museo de Historia Natural y del Museo de Etnología de la capital austríaca. La veintena de galerías de que consta la instalación de la Kunstkammer alberga 2.200 piezas. No es la mayor exposición de su género en cuanto a cantidad, pues en la Grünes Gewölbe (la Bóveda Verde) de Dresde se pueden ver unas cuatro mil. Sin embargo, la Kunstkammer ofrece un recorrido histórico por la pasión por coleccionar, mientras que la inmensa mayoría de los tesoros de Dresde pertenecen a un único período, finales del siglo XVI, y reflejan el gusto de una sola persona, el elector de Sajonia Augusto el Fuerte.
Manía acumulatoria
La pasión coleccionista se desató en Francia en el siglo XIV de la mano del duque de Berry. Preciosos manuscritos iluminados, camafeos, castillos (¡diecisiete!), muebles, tapices e incluso perros de caza. Esta fiebre, que mezclaba coleccionismo, mecenazgo artístico, muestra de poderío y una pizca de síndrome de Diógenes, se extendió entre los nobles más ricos de Europa, incluidos los emperadores austríacos. Estos ya gozaban de un tesoro familiar ancestral, constituido por piezas de oro y plata, monedas, documentos, insignias y reliquias, a los que cada gobernante posterior fue añadiendo su línea favorita de objetos.
Si uno prefería las chucherías de orfebrería, otro acumulaba antigüedades. Acumular parece el verbo adecuado, pues todavía en el siglo XVI, en tiempos de Maximiliano I, la colección se guardaba sin ton ni son en cofres. Fue su sucesor, Fernando I, quien mandó ordenar aquellos cachivaches en función de su tipología y valor. Nacía oficialmente la Kunstkammer de los Habsburgo.
Aguamanil hecho con un coco de mar de las Seychelles. Anton Schweinberger, 1602, Kunstkammer
Fernando I dividió el tesoro entre su primogénito, Maximiliano II, y sus otros dos hijos, el archiduque Fernando II del Tirol y Carlos II de Estiria. La colección quedó repartida, pues, entre Viena, Innsbruck y Graz. De los tres herederos, fue Fernando II quien acometió con mayor fervor las labores compilatorias, contagiado, como muchos otros eruditos aficionados del XVI, por una fiebre científica un tanto egocéntrica: sus tesoros eran una expresión de su dominio de todo lo conocido, un theatrum mundi.
De esta manera, el gabinete incluía artefacta (lo hecho por el hombre), naturalia (aquello salido de la naturaleza), scientifica (lo hecho por el hombre para domar la naturaleza: relojes, astrolabios, autómatas...) Y mirabilia (maravillas o rarezas, como ejemplares inusualmente gigantes o diminutos de una especie). La era de la exploración y los descubrimientos traería a Europa animales, plantas y piedras nunca vistas.
Reloj de Diana y el centauro, autómata de Melchior Mair, 1605, Kunstkammer
En el castillo de Ambras, cerca de Innsbruck, Fernando II creó la primera colección pensada para ser recorrida y vista por espectadores. Las piezas estaban ordenadas por materiales, colocadas en alacenas y protegidas de la luz por cortinas de lino. No se reparaba en gastos para poner todo el saber posible al servicio del señor de la casa.
La expresión suprema de ello es una colección de retratos de pequeño formato –se conservan unos mil– de personajes históricos, incluidos los antepasados de Fernando II, conquistadores, poetas y “prodigios humanos”. La expresión más cruel de este coleccionismo era la fascinación por la deformidad, que no se quedaba en la mera reunión de dibujos y pinturas de enanos o personas de otras razas, sino que se extendía a poseer también a esos seres humanos para exhibirlos en la corte.
Pasen y vean
En su testamento, Fernando I bautizó sus pertenencias como Kunst- und Wunderkammer, cámara de arte y de maravillas. Tras su muerte se organizaron visitas guiadas, y, entre otros ilustres, por allí pasaron Montaigne, la reina Cristina de Suecia o Goethe.
La colección de Fernando II fue adquirida por el emperador Rodolfo II, que además había heredado de su padre, Maximiliano II, la otra parte del tesoro de los Habsburgo. Rodolfo fue el mayor coleccionista de su época, y eso es decir mucho, pues los nobles italianos también se dedicaron a ello con furor. Lo que en el norte de los Alpes se denominaba Kunstkammer, en la península itálica se llamó studiolo o museo.
En Rodolfo se aunaron una personalidad extravagante (solo alguien como él podía encargar un retrato oficial a Arcimboldo hecho de verduras), excelentes dotes de connoisseur del arte (aprendidas de su tío Felipe II, con quien se crio) y una curiosidad sin límites. Trasladó la capital de Viena a Praga, y en el castillo Hradcany llevó a la práctica el mayor proyecto jamás emprendido para poner todo el mundo conocido alrededor de un hombre.
Rodolfo pasaba horas encerrado con su tesoro, al que poquísimas personas tenían acceso. Su colección era pródiga en libros raros, incluida la llamada Biblia del Diablo, que tomó prestada de la biblioteca del monasterio de Broumov –hoy República Checa– y nunca devolvió. Una de sus quimeras más conocidas fue abarcar todo el mundo animal conocido, con ejemplares vivos (camaleones, cocodrilos, aves del paraíso, un león, tortugas...), esqueletos y piezas disecadas. Todo lo que no podía conseguir, se lo hacía pintar.
Facsímil del Codex Gigas, conocido como Biblia del Diablo, en el castillo Frystat, República Checa
Desafortunadamente, las tropas suecas saquearon el gabinete de las maravillas más famoso de todos los tiempos a mediados del siglo XVII, y muchas piezas se destruyeron y dispersaron. Podemos hacernos una idea de su enormidad solo con las cifras de los inventarios de los objetos capturados por los invasores: 403 curiosidades de Indias, 173 piezas de fayenza (cerámica con un acabado vítreo, al estilo del antiguo Egipto), 185 tallas de piedras preciosas, 179 objetos de bronce, 300 instrumentos astronómicos y matemáticos...
Lo que sobrevivió del tesoro de Rodolfo se reunió con el resto de colecciones de los Habsburgo, y en la segunda mitad del siglo XVII ya se había creado una colección unificada, que en parte se dispersaría en el XIX para la creación de los museos imperiales.
Hoy en día, el salero de Cellini es la estrella indiscutible. Durante siglos, sin embargo, la pieza más preciada –hoy parte de la colección del Museo de Historia Natural– fue el Ainkhürn, el cuerno de un unicornio, un objeto con poderes mágicos extraído de un animal que se consideraba un símbolo de Cristo. A algún Habsburgo le dieron gato por liebre. O narval por unicornio, pues se trata de un colmillo de ese mamífero marino. La lengua de dragón, por cierto, era un diente de tiburón.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 539 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].

