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Danny Chaplin, experto en el periodo samurái: “Oda Nobunaga sustituyó el fracturado Japón feudal por un Estado centralizado”

Entrevista

El Sengoku Jidai fue una etapa clave en la historia japonesa, marcada por tres líderes de colosal importancia que propiciaron la reunificación del país. Chaplin publica en España su libro sobre aquella era

El historiador británico Danny Chaplin, autor de ‘Sengoku Jidai’ (Ático de los Libros)

Cedida

El final del período de los Estados en guerra (1467-1603), o Sengoku Jidai, puso las bases para que Japón dejara atrás la conflictiva época feudal. ¿Cómo fue posible lograr dos siglos y medio de estabilidad tras tantas décadas de enfrentamiento? La respuesta está en tres dirigentes –Oda Nobunaga, Toyotomi Hideyoshi y Tokugawa Ieyasu– que, cada uno con su estilo de liderazgo, lograron ese hito en la historia del país del Sol Naciente.

Danny Chaplin, historiador y autor del libro Sengoku Jidai (Ático de los Libros), ha analizado con Historia y Vida este proceso de reunificación, liderado por estas tres figuras que también simbolizaron el ascenso al poder de los samuráis y el arranque de la época –el período Edo– que dio luz al Japón moderno y contemporáneo.

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“La historia de Japón son repetidas reunificaciones”, señala Chaplin, quien recuerda cómo, antes del siglo XVII, este país ya disfrutó de períodos de cohesión territorial como el que inició la reina Himiko en el siglo III d. C. O los que instauraron los sogunatos (dictaduras militares) de Kamakura, en 1185, y Muromachi, en 1333.

Volver al pasado

Para este experto, esos procesos de consolidación política “siempre se imaginarían como un retorno al orden primordial más que como la creación de algo nuevo”. Con esta premisa, Chaplin considera más acertado hablar de “reunificación” que de “unificación”: “Cada sogunato a lo largo de los siglos se presentó no como una usurpación, sino como una restauración de la armonía divina bajo el mandato celestial del emperador”.

El período del Sengoku Jidai arrancó en 1467. Comenzó tras una serie de años de decadencia del sogunato Muromachi, y muy pronto derivó en enfrentamientos armados entre los diversos clanes de señores feudales nipones (daimios). Estas guerras provocaron que el país acabara dividido y sumido en la anarquía.

Barco del sogunato Muromachi

Dominio público

En este contexto, ascendería el primer gran líder que se analiza en el libro de Chaplin. Dirigente del clan Oda, Nobunaga se labró un prestigio por su papel en la batalla de Okehazama (1560), donde con tres mil guerreros venció a veintiséis mil enemigos, lo que lo convirtió en uno de los daimios más importantes.

Ocho años después marchó sobre Kioto –por entonces, la capital– e instauró a Ashikaga Yoshiaki como un sogún (o shogun) títere, un personaje con legitimidad por su linaje, pero con poco poder real. Así, Nobugana, conocido como “el pilar de los samuráis”, pudo ser el gobernador del país en las sombras.

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La imagen tradicional de Nobugana es la de un líder despiadado al que no le importaba recurrir a un baño de sangre para imponer su voluntad. Este carácter violento le hizo ganarse muchos detractores, pero, tal como explica Chaplin, “bajo la crueldad, a menudo bastante impulsiva, se escondía un propósito muy claro: sustituir el fracturado mundo feudal por un Estado japonés verdaderamente centralizado”.

Un innovador

El historiador británico también explica que “su decisión de desarraigar a la antigua nobleza y los monasterios budistas de Kioto no fue un mero acto de vandalismo, sino también un desmantelamiento calculado de las estructuras de poder obsoletas que obstaculizaban la consolidación nacional”.

En una época que se vincula a la imagen clásica de los samuráis, Nobunaga no dudó en recurrir a nuevas formas de hacer la guerra. “Comprendió que la disciplina, la movilidad y la tecnología eran más importantes que el prestigio hereditario”, según el autor de Sengoku Jidai.

Representación de Oda Nobunaga

Dominio público

Dentro de su fama de gran militar, es paradigmática su táctica de fuego masivo de arcabuces en la batalla de Nagashino (1575), que le permitió derrotar a la poderosa caballería del clan Takeda (con fama de ser la mejor fuerza de combate en el archipiélago). “Simbolizó el fin del combate caballeresco medieval y el nacimiento de la organización militar moderna”, puntualiza Chaplin.

Con todo, el final de Nobunaga fue digno de un samurái. El 21 de junio de 1582 fue víctima de una emboscada de sus rivales en el templo Honnoji (Kioto), luchó con valor, pero, al verse superado, decidió cometer seppuku (el suicidio ritual) y ordenó a sus guardaespaldas que quemaran el recinto para evitar que los conspiradores exhibieran su cabeza como un trofeo.

El persuasivo Toyotomi

A la muerte de Nobunaga, su lugarteniente Hideyoshi –segundo gran nombre que aparece en el libro– actuó con rapidez para evitar que los rivales de su señor se hicieran con el poder. Muy pronto demostró que su modelo de liderazgo iba a ser totalmente distinto. De orígenes campesinos, supo escalar gracias a su inteligencia, su oratoria y su habilidad para la manipulación.

Sin la agresividad de Nobunaga, demostró una gran pericia para ir sometiendo a los daimios opositores. Su ascendencia política le valió ser reconocido en 1585 como regente imperial. Fue entonces cuando se le concedió el apellido de clan Toyotomi (en japonés el apellido se suele poner antes del nombre). Su reconocimiento fue tal que incluso logró casar a su hija adoptiva con Go-Yozei, el soberano que por entonces ocupaba el trono del Crisantemo.

En 1590 culminó la reunificación, sometiendo a las provincias orientales. Pese al triunfo, Hideyoshi sabía que su posición aún no estaba afianzada. Tras décadas de guerras, el país estaba lleno de gente armada que podía sumarse a una nueva insurrección. Así que promulgó un edicto –“la caza de espadas”– que solo permitía tener equipo militar a los daimios y samuráis que servían al Estado.

Para acabar de consolidar su poder, decidió lanzarse a la conquista de China y Corea. Más allá de un anhelo imperialista, existían otras razones, de acuerdo con Chaplin: “Las campañas en el exterior fueron una válvula de escape, una forma de mantener a la clase samurái ocupada, leal y convenientemente lejos de Kioto”.

Toyotomi Hideyoshi

Otras Fuentes

Toyotomi falleció el 18 de septiembre de 1598, aunque había designado a un consejo de regencia para que gobernara hasta que su hijo Hideyori alcanzara la mayoría de edad. Pero, ante la falta de un líder fuerte, pronto surgieron las disputas entre los daimios, que se dividieron en dos bandos: el que defendía la legitimidad del heredero y el que encabezaba Tokugawa Ieyasu, el tercer hombre.

Paciencia para culminar la reunificación

“La paciencia de Tokugawa Ieyasu no era solo un rasgo personal, sino que fue el núcleo de su arte de gobernar”, apunta Chaplin. Así, explica el autor de Sengoku Jidai, sabía esperar hasta que sus rivales cometían algún error.

Tokuwaga despejó su camino al poder con la victoria en la batalla de Sekigahara (21 de octubre de 1600), considerado el gran combate entre samuráis. Venció gracias a una traición de varios clanes que se pasaron a su bando. Tras la victoria, ejecutó o exilió a 81 daimios y redistribuyó sus tierras entre los señores feudales que le habían sido leales.

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A pesar de su dureza siguió dando muestras de paciencia. “Esperó quince años antes de eliminar al heredero de Hideyoshi, consolidando primero la lealtad de los samuráis y la estabilidad política”, apunta el historiador. En febrero de 1603, el emperador Go-Yozei lo nombró sogún, completando así su legitimación en el cargo.

Tokuwaga estableció la capital efectiva del país en Edo (futura Tokio), un movimiento con el que también demostró audacia política, “aunque se abstuvo de desestabilizar la corte imperial de Kioto (donde siempre habían residido los soberanos nipones), manteniendo la fachada de la autoridad imperial mientras construía silenciosamente una base de poder alternativa lejos de la capital tradicional”.

Audiencia entre Ieyasu y el emperador Go-Yozei

Dominio público

Los años posteriores a Sekigahara, Tokuwaga fue asegurando poco a poco su base de poder en aquellos territorios que rodeaban Edo. Sus más fieles partidarios recibían tierras y castillos en ese anillo geográfico, que se convirtió en una especie de escudo defensivo frente a posibles revueltas de daimios de la periferia.

“La política se reforzó con la asistencia obligatoria a la corte del sogún y la vigilancia meticulosa y obsesiva de todas las comunicaciones y matrimonios entre clanes”, apunta el autor del libro.

Para acabar de someter a los nobles sospechosos de poca lealtad, Tokugawa fue erosionando el poder de esos señores tomando rehenes entre sus familiares, subyugándolos con impuestos y obligándoles a contribuir a grandes obras como la construcción del castillo de Edo.

El pájaro que no cantaba

Chaplin perfila en estos términos el dominio del nuevo sogún: “Lo que parecía un orden burocrático era, en realidad, una vasta arquitectura de miedo controlado, pero era la paranoia calculada de un hombre que había visto demasiadas alianzas colapsar en guerras civiles”.

Poco a poco, Tokugawa fue refinando ese esquema, conocido como “bakuhan”, “un ecosistema diseñado para mantener a los daimios occidentales con poder suficiente como para administrar, pero demasiado aislados y débiles como para conspirar”, según el historiador experto en el final del Japón feudal.

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En cuanto a la política exterior, los conflictos contra China y Corea habían terminado en 1598. Tokugawa mantuvo un estricto control de las relaciones comerciales, en particular con los occidentales, permitiendo solo los contactos a través de Nagasaki. Gradualmente, fue limitando la entrada del cristianismo, ya que consideraba que no guardaba afinidad con su cultura.

Ese sistema de control culminó aislando al país del resto del mundo, pero, a la vez, le dio una estabilidad de 250 años, hasta que Japón decidió dar un nuevo salto con el inicio de la era Meiji, en 1868.

El emperador Meiji en 1873

Dominio público

Chaplin recoge una fábula japonesa que refleja el espíritu de esos tres líderes de la reunificación japonesa. Según este relato infantil, los tres observaron un ave que no cantaba. Nobunaga dijo: “Pajarito, si no cantas, te mataré”. Hideyoshi dijo: “Pajarito, si no cantas, te haré cantar”. Luego, Ieyasu le dijo al pájaro: “Pajarito, si no cantas, simplemente me sentaré aquí y esperaré a que cantes”.