Christopher I. Beckwith, filólogo: “El Imperio escita duró más que el Imperio romano, pero no como algo unificado con un gobernante vivo en la cima y con subordinados en diferentes niveles”
Antigüedad
Una controvertida teoría pone en entredicho la idea del pueblo escita como sociedad bárbara y le atribuye un papel fundamental en la génesis de imperios como el persa o el chino, así como en la aparición del monoteísmo y la filosofía
Christopher I. Beckwith, catedrático de Estudios sobre Eurasia Central en la Universidad de Indiana
Cuando en 2017 los responsables del Museo Británico quisieron promocionar su exposición sobre los escitas, publicaron en su web un artículo en que explicaban cómo ese pueblo nómada procedente de Asia Central podía haber servido al creador de la serie Juego de tronos, George R. R. Martin, de inspiración para los dothraki, la tribu de guerreros capitaneada por el temible Khal Drogo. Así, los esteparios dothraki tomaban de los escitas su fiereza y destreza en el combate a caballo, la decapitación de enemigos tomados prisioneros, la forma de sus arcos y el uso de pantalones.
Esta referencia a la serie de HBO contribuía a acercar ese desconocido pueblo al gran público, sin romper, eso sí, con la percepción de los escitas como nómadas bárbaros y sedientos de sangre. De hecho, la “nota a pie de página” que la historiografía ha reservado para los escitas se reduce a su mención como excelentes jinetes, inventores de un arco revolucionario y maestros de la orfebrería.
Pero desde hace unos años esta imagen parece estar cambiando. Una de las aportaciones más relevantes –sin dejar de ser discutida– en este sentido es la de El Imperio escita, un libro recientemente traducido al castellano obra de Christopher I. Beckwith. Este catedrático de Estudios sobre Eurasia Central en la Universidad de Indiana propone una lectura muy distinta de la establecida hasta ahora sobre el impacto en la época clásica de aquel pueblo de guerreros y pastores nómadas que desde Mongolia se extendió hasta Europa Oriental, Oriente Medio y China entre los años 900 y 200 a. C.
En un trabajo que ha generado tanta controversia como halagos en círculos académicos, el autor desafía el estereotipo de bárbaros sin incidencia histórica en comparación con otros imperios y sociedades de la época, como los de griegos o egipcios.
Batalla entre escitas y eslavos según una ilustración de Viktor Vasnetsov, 1881
Beckwith coloca a ese pueblo nómada en la génesis de grandes imperios, como el medo, el persa e incluso el chino. Además, le atribuye la irrupción del monoteísmo entre los hebreos y el origen de la filosofía griega, el budismo y el taoísmo. Para el catedrático, las grandes innovaciones de la era clásica no hay que agradecérselas a las civilizaciones agrícolas, como la egipcia o la mesopotámica, sino que, aplicando un enfoque “estepocéntrico”, proceden de Asia Central, desde donde las trajeron los escitas.
Este profesor considera que los escitas han sido “un pueblo ignorado, incomprendido y despreciado”, víctimas del sesgo por parte de los historiadores hacia las sociedades nómadas, cosa que lamenta: “Se han dicho muchas cosas malas sobre ellas, pero esto forma parte de la tradición de europeos y norteamericanos de llamar bárbaros a esos pueblos, especialmente a los de la región de Eurasia Central”, comenta en una entrevista por videollamada con Historia y Vida.
Una tendencia que llegó al paroxismo entre los historiadores y arqueólogos soviéticos, a los que se prohibió mencionar la llegada de los escitas en oleadas migratorias desde Asia Central. Los pocos arqueólogos que sobrevivieron a las purgas de Stalin no podían ubicar el origen escita más allá del bajo Volga, ya que la teoría oficial soviética era que todo era producto de las poblaciones ya instaladas.
Parte de ese sesgo, según Beckwith, habría que buscarlo en una percepción equivocada de Eurasia, que suele concebirse como dos entidades geográficas diferenciadas, cuando se trata de una misma e inmensa realidad. “Tratar de lidiar con todo como si Europa estuviera aquí y Asia allí, separándolas, es engañoso”.
Guerreros escitas en el cuerpo de un peine
El desafío comienza con el propio título del libro, ya que muchos historiadores sostienen que ese supuesto imperio escita no existió nunca, sino que era una amalgama de grupos tribales que actuaron como mercenarios o señores de la guerra. Para Beckwith, en cambio, los escitas “son el primer imperio del mundo que merece tal nombre”. “Es verdad que para entonces ya existían el Imperio egipcio, el asirio y probablemente algunos otros, pero la escala geográfica es vastamente diferente. El Imperio asirio, comparado con el escita, era bastante pequeño. Probablemente cabría en Indiana”.
Durante siglos, todo lo que se sabía de los escitas procedía de lo que de ellos dijeron griegos (especialmente Herodoto), asirios y persas. En esos documentos ya se les describe como formidables guerreros a caballo y creadores de un arco revolucionario.
Origen centroasiático
El origen de los escitas radica en la zona de Tuvá (actual Rusia) y Mongolia occidental. Desde allí, a partir del siglo VIII a. C. y en busca de nuevos pastos, los escitas se expandieron, llegando a Europa Oriental y Oriente Próximo, por el oeste, y a lo que hoy sería el norte de la India y China, por el este.
Según Beckwith, los escitas irrumpieron en Oriente Medio asentándose primero en Media, norte del actual Irán, que hasta entonces estaba repartida en una docena de pequeños reinos. Los escitas los absorbieron y, en 675 a. C., crearon ya una primera nación, liderada por un linaje real, los llamados “aryas”, y su idioma, el escita, una lengua irania, se consolidó como la lengua de esa nueva administración.
Ese imperio escita tuvo tres gobernantes: Spakaya, Partatua y Madyes. Pero en 620 a. C. los líderes escitas fueron derrocados por los medos. Estos, en realidad, eran el producto de la mezcla entre los propios escitas y las poblaciones locales. Así, los medos eran culturalmente muy similares a los escitas, hablaban una lengua muy próxima y empleaban los mismos ropajes y armas.
Posteriormente, el Imperio medo fue reemplazado por el persa, que sería también una derivada cultural escita. Según lo describe el catedrático, esos tres imperios eran en realidad el “imperio escito-medo-persa”. Monarcas como Darío o Ciro descendían del linaje real escita, que se mantuvo en el poder hasta la conquista de Alejandro Magno.
Darío el Grande, representado por un artista griego
Ese imperio “era una obra puramente escita en cuanto a origen, estructura y legitimación”, y estaba gobernado por una administración que se comunicaba en una variante del escita. “¿De verdad debemos creer que era solo por sus flechas, por excelentes que fueran?”, se pregunta retóricamente.
El profesor vuelve al sesgo antinómada. “La visión tradicional de todos los imperios de la estepa es que eran efímeros, que desaparecían en seguida”, señala. Sin embargo, el Imperio escita “duró más que el Imperio romano, pero no como algo unificado con un gobernante vivo en la cima y con subordinados en diferentes niveles. Siguió siendo de habla escita hasta mediados o finales del primer milenio”.
De hecho, en la conocida como estepa póntica, que abarca del este de Europa y el sur de Rusia y Ucrania hasta Kazajistán, los escitas y sus sucesores, los sármatas, señorearon desde el siglo VIII a. C. hasta el IV d. C. Allí alternaban su estilo de vida nómada con la agricultura de vastas regiones, cuyos frutos utilizaban luego para comerciar, especialmente con las colonias griegas. De hecho, en esa región, los escitas no han desaparecido del todo. Los expertos consideran que los actuales habitantes de Osetia son descendientes de los sármatas, una rama de los escitas.
Los escitas seguían viviendo de manera nómada y su estructura de poder era un sistema feudal sustentado en juramentos orales. Eso les permitió un “estado” enorme, “mucho mayor que cualquier poder sedentario, porque tenían una movilidad increíble con los caballos”. Su capacidad era asombrosa. “Cuando escuchaban que uno de los khaqans (así se denominaba a los líderes escitas) había muerto y tenían que regresar a Mongolia para elegir al siguiente, simplemente cabalgaban de vuelta cambiando de caballo ininterrumpidamente”.
Delegación escita en un relieve en Persépolis
Pese a la inmensidad geográfica, Beckwith destaca que se trataba de una sociedad muy unida. Una unión forjada a partir de un concepto extremo de la amistad, que para los escitas era el alma del sistema social y político. De hecho, una costumbre muy arraigada era la de los “pactos de sangre”: dos hombres se hermanaban bebiendo conjuntamente la sangre que, tras hacerse sendos cortes, habían derramado en una copa.
Creaban así un lazo estrechísimo en esta vida y en la otra. Ningún escita salía vivo de una batalla si su amigo había muerto. “Es por eso que luchaban como locos, como si la vida no significara nada. Lo más importante era defender a tu amigo, o al señor con el que habías hecho un juramento de amistad eterna”, explica el catedrático.
Además de forjar los Imperios medo y persa, según Beckwith, los escitas introdujeron el monoteísmo en Oriente Próximo, una región donde hasta entonces imperaba el politeísmo. Los escitas trajeron consigo la adoración a Ahura Mazda, el único Dios y creador universal. “Los hebreos, que fueron gobernados por los escitas durante un par de siglos, adoptaron el monoteísmo gracias a esa influencia escita”, sostiene.
Pero no fue solo la religión. Beckwith afirma que los escitas están en el origen del nacimiento de la filosofía en Grecia, Persia, India y China. En su opinión, el pensamiento escita, que prestaba una especial atención a la lógica, y a la contraposición entre verdad y falsedad, “engendró una edad clásica de la filosofía en el conjunto de Eurasia”, que posteriormente se encarnó en lo que él considera cuatro filósofos primigenios: Anacarsis en Grecia, Zoroastro en Persia, Buda en la India y Lao Tse (Laozi) en China. “La edad clásica de la filosofía surgió por el hecho de que los primeros filósofos propiamente dichos fueron escitas”, subraya. En concreto, “emigrantes escitas que vivían fuera de Escitia”.
Monumento a Lao Tse en China
En el caso griego, concede un papel clave a Anacarsis, un príncipe escita que viajó a Grecia y al que califica como “el filósofo griego más antiguo”, considerado uno de los primeros escépticos.
En China, asegura que Lao Tse, al que se atribuye la autoría del Dào Dé Jing (o Tao Te Ching), obra esencial del taoísmo, también era escita.
Particularmente llamativa es la afirmación de que Buda era escita. Beckwith señala que su otra denominación, Sakyamuni, significa “Sabio Escita”. Según esa teoría, Buda era un príncipe procedente del noroeste de la India o Asia Central que vagó hasta la India, donde recibió la iluminación.
El impacto de los escitas se habría dado también en el otro extremo de Eurasia. Allí, este pueblo nómada, lo mismo que ocurrió con los medos en Irán, entró en contacto con la población china del estado de Zhao, situado en el noroeste de la actual China. Se introdujo el tiro con arco a caballo, el uso de pantalones, una organización feudal..., todos elementos típicamente escitas.
Los escitas, a su vez, adoptaron el idioma local y entraron en la aristocracia dominante, creando “un poderoso imperio mestizo que incluía gran parte de lo que se convirtió en el Estado de Zhao”. En él nace Zhao Zheng, el rey que logró unificar a los distintos reinos chinos y crear en 221 a. C. la primera dinastía del Imperio chino, haciéndose llamar Qin Shi Huangdi.
Representación de Qin Shi Huangdi, primer emperador chino
De hecho, Beckwith sostiene que los escitas son responsables “de que los chinos tomasen conciencia de sí mismos como un pueblo distinto con una lengua”. “Los chinos no tenían una palabra para ellos mismos, la heredan de los escitas”, sentencia.
El libro ha generado controversia por lo osado de algunas de sus afirmaciones. En general, los expertos destacan el trabajo de Beckwith, elogiando su puesta en valor del elemento nómada, pero algunos ponen en cuarentena la audacia de sus teorías y le reprochan lo poco que las sustenta en hallazgos arqueológicos. Son muchos los que coinciden en que, aunque los planteamientos de este académico son plausibles, no pueden ser demostrados. El debate está servido.