La escafandra española de 1935 que inspiraría los trajes espaciales del futuro

Inventos

El trabajo de Emilio Herrera, que coincidió en tiempo y línea con el de Wiley Post, sería clave décadas después para la preparación de las misiones espaciales de la URSS y la NASA

Emilio Herrera (izqda.) con un colega trabajando en su traje para ascender a la estratosfera, c. 1935

Emilio Herrera (izqda.) Con un colega trabajando en su traje para ascender a la estratosfera, c. 1935

Nationaal Archief

En la década de 1930, dos pioneros de la aviación, separados por un océano, trabajaban independientemente en un invento revolucionario que sentaría las bases para la exploración espacial: el traje presurizado para vuelos a gran altitud.

En España, el ingeniero y aviador Emilio Herrera Linares diseñaba una escafandra para grandes alturas, mientras que, en Estados Unidos, otro piloto llamado Wiley Post desarrollaba su propio traje presurizado. Ambos inventos, aunque concebidos por separado, compartían notables similitudes y un propósito común.

El piloto estadounidense Wiley Post antes de uno de sus vuelos estratosféricos, c. 1930

El piloto estadounidense Wiley Post antes de uno de sus vuelos estratosféricos, c. 1930

Austrian Archives/Imagno/Getty Images

Se trataba de dos personalidades muy distintas. Emilio Herrera, nacido en Granada en 1879, era un militar de carrera que ostentaba el grado de coronel (y que llegaría al generalato en el ejército republicano durante la Guerra Civil). Post, una mezcla de piloto con ramalazos de aventurero, ansioso por establecer nuevos récords en la naciente industria de la aviación.

Herrera poseía una sólida formación técnica, pero no tuvo mucha suerte en sus primeros proyectos. Casi se diría que siempre escogió tecnologías que en aquel momento parecían de vanguardia, pero que en realidad estaban condenadas a la obsolescencia.

Dos casos de mala suerte

En 1918, al terminar las hostilidades de la Primera Guerra Mundial, Herrera intentó establecer una compañía aérea que ofreciese viajes entre Europa y América. La empresa se llamaría Transaérea Colón y operaría mediante dirigibles.

Por aquel entonces, ninguna aeronave había atravesado el Atlántico. Ese hito le correspondería al británico R34, un monstruo de casi 200 metros de largo por 24 de diámetro, basado en los modelos militares utilizados durante el reciente conflicto. Completó el trayecto entre Norfolk y Nueva York en julio de 1919, invirtiendo en ello 108 horas.

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La flota con que soñaba Herrera utilizaría aeronaves proyectadas por otro famoso ingeniero español: Leonardo Torres Quevedo. Este ya tenía amplia experiencia en el campo de la aerostación. Había diseñado modelos semirrígidos muy avanzados, y su patente, vendida a una empresa francesa, había servido para construir muchos de los globos utilizados por los aliados durante la guerra.

Torres Quevedo sugirió a Herrera proyectar un dirigible de gran capacidad, adecuado para llegar a América desde España. El primero ya tenía nombre: Hispania. Pero dificultades financieras complicaron el proyecto. Los inversores no lo vieron demasiado claro y casi el único apoyo que recibió fue del propio Alfonso XIII, interesado en todo lo que representase un avance tecnológico. A finales del decenio de 1920, los alemanes se adelantaron ofreciendo el mismo servicio con su Graf Zeppelin.

El Graf Zeppelin sobrevolando Montjuïc en 1929

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Propias

De hecho, en octubre de 1928, el propio Herrera –que gozaba de gran prestigio en Alemania– fue invitado a volar hasta Estados Unidos como segundo comandante del vuelo inaugural del Graf Zeppelin LZ-127, e incluso tomó los mandos durante unos minutos al entrar la nave en el espacio aéreo español sobre la vertical del cabo de Creus camino a sobrevolar Barcelona.

Esa sería la primera travesía transatlántica de carácter comercial. Herrera había sugerido que el Estado patrocinase el viaje con una inversión que no llegaría a los cien mil duros y que podía reportar beneficios de un cuarto de millón de dólares. Su propuesta no fue atendida, claro.

Más tarde, Herrera colaboró con Juan de la Cierva en el diseño del autogiro. Otro proyecto que parecía tener ante sí un gran futuro. Gracias a su rotor horizontal, estos aparatos requerían carreras de despegue muy cortas y, de hecho, se mostraron con éxito en varios países, especialmente en el Reino Unido.

Durante veinte años, el autogiro fue la única aeronave capaz de despegar casi en vertical hasta que el ruso-americano Igor Sikorsky desarrolló su primer helicóptero completamente controlable. Era una máquina mucho más compleja, ruidosa y hambrienta de combustible, pero poseía la capacidad de mantenerse inmóvil en el aire y resultaba más maniobrable que el invento de La Cierva (aunque algunos de sus detalles constructivos pagaron patentes al inventor español). El futuro sería del helicóptero, relegando al autogiro a poco más que una curiosidad aeronáutica.

Objetivo: la estratosfera

Entretanto, Herrera continuó dedicándose a nuevos proyectos. En particular, se implicó en el funcionamiento del Laboratorio Aerodinámico de Cuatro Vientos, donde se construiría un túnel para ensayos aerodinámicos de tres metros de diámetro, el mayor de la época.

Por entonces empezó a interesarse por los estudios de la atmósfera a gran altura. No era el único. En la primavera de 1931, el suizo Auguste Piccard y su asistente Paul Kipfer se convirtieron en los primeros humanos en ascender hasta la estratosfera. Lo hicieron dentro de una cápsula hermética suspendida de un globo que los llevó hasta casi 16.000 metros sobre el suelo.

Auguste Piccard y Paul Kipfer, con cascos de protección improvisados, septiembre de 1930

Auguste Piccard y Paul Kipfer, con cascos de protección improvisados, septiembre de 1930

Bundesarchiv, Bild 102-11505 / CC-BY-SA 3.0

Era un vuelo esencialmente científico. Durante el trayecto midieron composición, densidad y temperatura a varios niveles, así como un registro de rayos cósmicos. Esta última detección resultaba de gran importancia para el estudio del comportamiento de las partículas subatómicas moviéndose a velocidades relativistas, algo difícil de conseguir desde el suelo, puesto que la atmósfera filtra la mayor parte de esa radiación.

Herrera estaba interesado en repetir el experimento alcanzando alturas aún mayores. Nada menos que unos 26.000 metros, casi el doble del récord de Piccard. Fabricar un globo adecuado no era problema (lo haría en los talleres del Polígono de Aerostación de Guadalajara), pero, a diferencia del de Piccard, llevaría una barquilla abierta, no una góndola hermética. Eso planteaba una nueva dificultad: mantener al piloto vivo en un ambiente muy parecido al vacío del espacio.

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Con ese objetivo diseñó una vestimenta cuyos principios eran muy semejantes a los que luego inspirarían los trajes de vuelo de gran altura y las propias escafandras de los astronautas. Constaba de varias capas, la más interior, un mono fabricado con seda vulcanizada, un material similar al neopreno, en la que se inyectaba oxígeno para simular la presión atmosférica en un ambiente de casi vacío. La bombona ofrecía una autonomía de algo más de dos horas. Mas un depósito auxiliar de emergencia instalado sobre el pecho.

El segmento del tórax iba reforzado con una especie de malla metálica que impedía que el traje se hinchase como un globo. Un calefactor eléctrico integrado debía proteger a su ocupante contra el frío extremo, pero ya en las primeras pruebas se descubrió que el problema no era el de aportar calor, sino el de eliminar el que producía el propio metabolismo. Mientras el exterior registraba 70 grados bajo cero, dentro de la escafandra se llegaba a unos incómodos 33 grados.

Madrid, agosto de 1934. Emilio Herrera explica a Juan del Sarto, periodista del diario ‘ABC’, algunos detalles de la ascensión que va a realizar a la estratosfera

Madrid, agosto de 1934. Herrera (izqda.) Explica a un periodista del ‘ABC’ detalles de la ascensión que pretende realizar a la estratosfera

Álbum / Archivo ABC / Zapata

Herrera era consciente de que un piloto embutido en esta armadura tendría serias dificultades de movimiento. Para reducirlas diseñó las articulaciones de hombros, codos, cadera, rodillas y hasta dedos de las manos en forma de juntas de acordeón. También previó el peligro de recalentamiento por efecto de los rayos del Sol, así que protegió parte del exterior con una cobertura de aluminio que reflejase mejor el calor. Los astronautas que van a la Luna visten de blanco por idéntica razón.

El casco de la escafandra le daba todo el aspecto de una criatura procedente de otro planeta. Era metálico, con una escotilla circular en la parte frontal. Tenía tres capas de cristal reforzado y tratado con antivaho: una para filtrar la luz ultravioleta, otra para la infrarroja y la tercera como mera protección mecánica.

Con el casco puesto era imposible oír nada del exterior. El piloto dispondría de auriculares y un micrófono, pero no un micrófono convencional, que funcionaba con gránulos de carbón. Sumergido en oxígeno puro, Herrera temía que una chispa pudiese inflamarlo, así que diseñó otro modelo, ignífugo. Fue una precaución premonitoria. Treinta años más tarde, otros astronautas –la tripulación del primer Apolo– perecerían en el incendio de su cápsula –también presurizada con oxígeno– a consecuencia de un cortocircuito.

A la tercera va la vencida

Al otro lado del Atlántico, Wiley Post, un piloto civil veinte años más joven, tenía objetivos parecidos a los de Herrera. El no utilizaría globos, sino aviones. No alcanzaría la estratosfera, pero sí pretendía batir el récord de altura para aparatos más pesados que el aire. De hecho, ya ostentaba otro: el de haber completado la primera vuelta al mundo con escalas en 1931.

La obsesión de Post le venía de joven. Tras una juventud un tanto movida (llegó a estar un año en prisión por un delito de robo) encontró trabajo en una empresa de prospecciones petrolíferas. Allí perdió el ojo izquierdo a raíz de un accidente laboral e invirtió los 1.800 dólares de la indemnización en comprar su primer avión, un biplano sobrante de guerra con el que acumuló suficientes horas de vuelo como para obtener el título de piloto, pese a su disminución física.

El piloto norteamericano Wiley Post

El piloto norteamericano Wiley Post

Terceros

En su segunda vuelta al mundo, Post descubrió el valor de aprovechar las corrientes en chorro en la alta atmósfera. Su avión era un Lockheed Vega, de cabina cerrada pero no presurizada, lo que –al igual que en el globo de Herrera– limitaba sus intentos de alcanzar niveles de vuelo superiores. Aún no existía tecnología que permitiese presurizar el habitáculo del piloto, pero quizá podría diseñarse un traje especial que le protegiese de las bajas presiones y temperaturas.

Así nació una idea que culminó con la fabricación del primer traje de vuelo presurizado. En su aspecto exterior no era muy distinto del que estaba proyectando Herrera. Incluso su casco, también dotado de una portezuela circular, tenía cierto parecido. La principal diferencia radicaba en que estaba hecho para utilizarse en el amigable entorno de una cabina de avión, mientras que el español debería funcionar en la espartana cesta de mimbre de un globo.

Madrid, marzo de 1936. Emilio Herrera con el traje espacial diseñado por él para subir a la estratosfera

Madrid, marzo de 1936. Emilio Herrera con el traje diseñado por él para ascender a la estratosfera

Álbum / Archivo ABC

Post no tuvo un éxito inmediato con su invento. El primer prototipo falló en los ensayos de presión (Herrera probaría su mono de neopreno llenándolo de aire y sumergiéndolo en la bañera de su casa para detectar fugas, la misma técnica utilizada para localizar pinchazos en rudas de bicicleta). El segundo le iba tan ajustado que hubo que cortárselo para poderse desvestir.

Por fin, en septiembre de 1934, el tercer traje de presión funcionó bien, permitiéndole superar los 9.000 metros, un nuevo récord. En otro vuelo parece que llegó a rozar los 15.000, pero no pudo homologarse debido a que el altímetro se congeló.

De nuevo, planes frustrados

En España, mientras tanto, continuaban los preparativos para la ascensión a la estratosfera. Como miembro de la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (había sido admitido en 1933), Herrera insistía en mantener un lenguaje preciso y descriptivo, sin extranjerismos. Así, se refería siempre a su invento no como “traje de vuelo” sino con el rimbombante nombre de “escafandra estratonáutica”. En algunos aspectos, superior a la de Post.

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El despegue del globo se planeó para el verano de 1936, en julio, concretamente. Fue una mala elección. El estallido de la Guerra Civil dio al traste con los planes y todo el material quedó abandonado en un almacén, mientras Herrera se incorporaba al ejército de la república ya con el grado de general.

La historia tiene un final triste. Durante la guerra, bajo un imponente chubasco, unos milicianos localizaron la escafandra, cuyo mono interno era impermeable. Y no se les ocurrió mejor idea que recortarlo para hacer unos ponchos que les guarecieran de la lluvia.

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Al terminar la contienda, Herrera se exilió a Francia, donde era bien conocido y respetado, hasta el punto de que entre 1960 y 1962 aceptó el cargo de presidente del Gobierno de la República española en el exilio. Murió en Ginebra en 1967, cuando el progreso de la astronáutica ya le había dado una última satisfacción: ver que tanto los astronautas rusos como los americanos iban al espacio protegidos por un traje que en esencia respondía a las características que él había imaginado.

En cuanto a Wiley Post, había fallecido en 1935 en un accidente de aviación en Alaska. Su hidroavión se desestabilizó al despegar entre la niebla y fue a estrellarse contra el suelo. Post tuvo un funeral propio de un héroe nacional, al que se atribuyó el mérito exclusivo de haber inventado la escafandra espacial. Solo muchos años después la NASA reconoció el trabajo del casi olvidado Emilio Herrera.

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