Noventa años sobrios: la historia de Alcohólicos Anónimos

El poder del apoyo mutuo

Con dos millones de miembros en más de ciento ochenta países, Alcohólicos Anónimos, fundada en 1935, es una de las organizaciones civiles más grandes del mundo. Su objetivo es ayudarse mutuamente a mantenerse sobrios

Convención de Alcohólicos Anónimos en un hotel de Los Ángeles en 1960

Convención de Alcohólicos Anónimos en un hotel de Los Ángeles en 1960

Los Angeles Examiner/USC Libraries/Corbis vía Getty Images

“Me llamo Bill y soy alcohólico”. Esta frase –con otros nombres de pila– se ha pronunciado millones de veces, en diversos idiomas y rincones del mundo, desde la creación de Alcohólicos Anónimos en 1935. La organización, conocida por sus siglas AA, nació en Akron, una ciudad del estado de Ohio, en Estados Unidos. Allí se conocieron los cofundadores de AA: Bill Wilson, un carismático corredor de bolsa neoyorquino, y el doctor Robert Smith, un cirujano local.

Wilson –o Bill, como se le conoce en la historiografía de la organización– llevaba cinco meses sobrio, después de haberse bebido… todo. “Dr. Bob”, a su vez, era un bebedor empedernido que necesitaba ayuda urgente. Su familia le convenció para reunirse con Wilson. Ese encuentro cambió su vida, y también la de tantos miembros de una organización cuyo objetivo es tan sencillo como ambicioso: apoyarse mutuamente para no beber.

La ayuda del semejante

“Alcohólicos Anónimos es una asociación informal de más de dos millones de alcohólicos recuperados en Estados Unidos, Canadá y otros países. Estas personas se reúnen en grupos locales, que varían en tamaño (…), ya sea presencial o virtualmente. Somos personas que hemos descubierto y admitido que no podemos controlar el alcohol. Tenemos un único propósito primordial: mantenernos sobrios y ayudar a otros que recurran a nosotros a lograr la sobriedad”.

Así se presenta Alcohólicos Anónimos en su dossier de prensa, en el que hacen hincapié en sus pilares: “No somos reformadores ni estamos aliados con ningún grupo, causa u organización religiosa”. “No tenemos interés en lograr que el mundo se vuelva abstemio”. “No creemos ser los únicos que tenemos una respuesta a los problemas de la bebida”. Por encima de todo, se definen como una organización inclusiva: “Una persona es miembro de AA si así lo dice; es tan sencillo como eso”.

Reunión de Alcohólicos Anónimos, c. 1950

Reunión de Alcohólicos Anónimos, c. 1950

Bettmann / Getty Images

Esta aceptación, sin importar género, estatus, raza, idioma, edad, identidad sexual, religión (o ausencia de religión), es una de las claves de su éxito, que ha traspasado fronteras: está presente en más de ciento ochenta países, con mayor raigambre en EE. UU. y Canadá. En España, los primeros grupos se constituyeron en Madrid en 1955. Todos siguen el ideario diseñado por Wilson y Smith tras su primer encuentro, en el que el primero se dio cuenta de que, para conseguir dejar la bebida, era fundamental contar con el apoyo de otro alcohólico.

Ley seca

Antes de llegar a esa epifanía, pasaron muchas cosas en la vida de Bill Wilson. Había nacido en 1895 en la localidad de Dorset, Vermont, un estado fronterizo con Canadá, de tradición liberal. Dominada por la silueta del monte Aeolus, Dorset era conocida por sus canteras de mármol. Su padre, Gilman Wilson, dirigía una cantera local; su madre, Emily Griffith, era una mujer con inquietudes a la que le gustaba contar que estuvo a punto de morir durante el parto de Bill, la víspera del Día de Acción de Gracias.

Todos esos detalles los narra Susan Cheever en My name is Bill, su exhaustiva biografía sobre Wilson. Hija del escritor John Cheever, no oculta su fascinación por la figura del cofundador de Alcohólicos Anónimos, considerado un héroe en su país. En el libro detalla la infancia rural de su biografiado, en un estado de naturaleza espléndida, donde no se podía elaborar ni vender alcohol. En efecto, los dry-states como Vermont preludiaron la ley seca, que, entre 1920 y 1933, prohibió la venta de alcohol en EE. UU.

Familia desestructurada

De niño, Bill vivió ajeno a las normativas gubernamentales respecto a la bebida, aunque era consciente de que su abuelo paterno había sido alcohólico. También recordaba que una experiencia religiosa en el monte Aeolus (donde, tras pedir ayuda a Dios para dejar de beber, vio “una luz cegadora”) le había convertido en abstemio. Sin embargo, su padre, Gilman, bebía con regularidad, lo que provocó problemas en el matrimonio. En su familia materna, las cosas eran diferentes: su abuelo, Fayette Griffith, descendía directamente de los pioneros y se enorgullecía del trabajo duro, la sobriedad y la rectitud.

Cerca de Dorset hay un lugar bellísimo, el lago Esmeralda, que a Bill le encantaba visitar. Pero ese escenario se convirtió en un lugar de pesadilla cuando, una mañana de primavera de 1905, su madre los llevó a él y a su hermana Dorothy a hacer un pícnic y les comunicó dos cosas. La primera, que su padre se había ido a vivir a Canadá para siempre. La segunda, que ella se marchaba a Boston para estudiar, llevándose a Dorothy. Bill, que tenía diez años, se quedaría con sus abuelos maternos.

Las primeras copas

Aquel fue el primer gran golpe en su vida, un revés que lo marcó para siempre. Como él mismo contó, en ese entonces, ser hijo de divorciados constituía un “estigma” que le hizo sentirse diferente. Ya durante su infancia y su adolescencia sufrió episodios depresivos. Ni siquiera el haber encontrado el amor en Lois Burnham, la hija de un rico médico neoyorquino, cuya familia lo acogió sin reservas, pareció sanar aquella inquietud.

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Como describe Susan Cheever, el día que probó su primera copa, las cosas cambiaron para Bill. La ingestión, en una elegante fiesta, de varios cócteles Bronx (a base de zumo, vermut y ginebra) lo transformó. “La extraña barrera que existía entre mí y el resto de hombres y mujeres pareció derrumbarse. Por fin formaba parte. Oh, la magia de esas primeras tres o cuatro copas”, evocaría.

El problema fue que, como en una reacción nuclear, esas tres o cuatro copas se multiplicaron. Como su abuelo y su padre, Bill Wilson se convirtió en un alcohólico. Desde los 22 a los 39 años, su trayectoria fue una montaña rusa marcada por la adicción y la pérdida de oportunidades. Por culpa de la bebida, desdeñó trabajar con Thomas Edison, al que admiraba desde la infancia. Por culpa de la bebida, no acabó los estudios. Por culpa de la bebida, se quedaba inconsciente con regularidad, su matrimonio estuvo a punto de naufragar, perdió varios trabajos y se arruinó. A los 38 años vivía con su esposa de la caridad de sus suegros, en la casona de los Griffith en Brooklyn.

Cuerpo y alma

Irónicamente, fue un grupo religioso, el Oxford Group, el que le abrió la puerta a la recuperación. Esta organización, fundada en Inglaterra por el pastor evangélico Frank Buchman, proponía una “rearme moral” que incluía el dejar de beber. Wilson había acudido a algunas de sus reuniones y se había quedado impactado por las referencias a “experiencias religiosas” como vía para la sobriedad.

Frank Buchman en una reunión del Oxford Group, del que era fundador. Imagen sin datar

Frank Buchman en una reunión del Oxford Group, del que era fundador. Imagen sin datar

Aci

Allí supo que el mismísimo Carl Jung decía que la única cura que había testimoniado había sido a través de conversiones espirituales. Wilson entendió que el alcoholismo era una enfermedad del cuerpo y del alma y que solo sanaría a través de una experiencia trascendental, tal como le había sucedido a su abuelo.

En su caso, esta experiencia vital no llegó en lo alto de una montaña, sino en el vestíbulo de un hotel en Akron. Era mayo de 1935 y Bill llevaba cinco meses sobrio, pero, cuando vislumbró el bar del establecimiento, con sus decenas de botellas seductoramente alineadas, le invadió la necesidad de beber. Ahí tuvo su revelación: solo podría combatir aquella ansia hablando con otro alcohólico, compartiéndola.

Cita en Akron

Como un poseso, Wilson buscó un teléfono y marcó el número de un reverendo, un tal Walter Tunks. El clérigo conocía el Oxford Group, y no le pareció extraña la petición de Wilson de contactar con otro alcohólico. Así llegó hasta Robert Smith, un médico cuya carrera estaba siendo destruida a causa de la bebida, problema que arrastraba desde la universidad. Los dos hombres se encontraron, y la que iba a ser una reunión de quince minutos se alargó durante horas. Al ponerse a buscar a otro, el impulso de beber había pasado. Wilson se dio cuenta de que, al ayudar a otros alcohólicos, se podía ayudar a sí mismo.

Aquella reunión fue el principio de Alcohólicos Anónimos, que, oficialmente, se fundó el 10 de junio de 1935: el día que Bob tomó su última copa gracias a la ayuda de Bill Wilson. La nueva organización no tardó en desvincularse del Oxford Group. En parte, porque este era elitista y religioso, mientras que el proyecto que Wilson y Smith tenían en mente iba a ser espiritual, pero secular. Y estaría abierto a todo el mundo. La única condición para formar parte de AA era (y sigue siendo) el deseo de dejar de beber.

Precisamente por esas buenas intenciones, los inicios fueron muy complicados. La casona de los Wilson en Brooklyn acogió al primer grupo de AA: un conjunto variopinto de personas que no siempre correspondían a la generosidad de sus anfitriones, Bill y su esposa, Lois. Esta se convirtió en la mano derecha –y el principal sustento– de su marido. Sin embargo, los gastos eran elevados, y la casa acabó siendo embargada.

Dinero para los doce pasos

Pese a los contratiempos, Wilson y Smith pudieron redactar los principios de la nueva organización, que hacían hincapié en el anonimato para proteger de la “vergüenza” de ser alcohólicos. A partir de entonces, los integrantes de AA se identificarían, solamente, con su nombre de pila y la inicial de su apellido.

Aquellos principios se reunieron en un libro, Alcohólicos Anónimos, autopublicado en 1938, que dio nombre a la organización (también es conocido como El libro grande de AA). Ese mismo año se creó la Oficina de Servicios Generales, que se ocupa de brindar información y experiencia a los grupos de todo el mundo. Sería “la central” de una organización en la que, se reitera, no hay jerarquía.

Mesa con folletos en una convención de AA en Denver en 1967.

Mesa con folletos en una convención de AA en Denver en 1967.

Duane Howell/The Denver Post via Getty Images

Otra cuestión clave en sus inicios fue cómo financiar los gastos. Irónicamente, fue un millonario, John D. Rockefeller Jr., quien vio claro que el dinero a espuertas corrompería la filosofía inclusiva de AA. Así, en una cena para recaudar fondos, en 1940, el magnate otorgó un estipendio de treinta dólares semanales para Wilson y Smith. Hoy, uno de los lemas sigue siendo que cada grupo debe autofinanciarse, pero con restricciones. “Esto hace que AA se mantenga libre de influencias externas”, se explica en la web de AA.

En 1941, un artículo de The Saturday Evening Post dio fama nacional a la organización. Las reuniones y los miembros de AA se incrementaron y sus publicaciones se tradujeron a otros idiomas. Además de El libro grande de AA, Wilson redactó Doce pasos y doce tradiciones, donde explicaba los veinticuatro principios básicos de Alcohólicos Anónimos. Conocido como “el príncipe de los doce pasos”, antes de su muerte en 1950, Bob ayudó a la recuperación de más de cinco mil alcohólicos.

Los dos libros clave de la organización, en una reunión de AA en 2010, año del 75 aniversario

Los dos libros clave de la organización, en una reunión de AA en 2010, año del 75 aniversario

John van Hasselt/Corbis via Getty Images

Iguales ante el problema

Desde que fueron ideados, los principios de Alcohólicos Anónimos han permanecido prácticamente invariables, lo que ha generado críticas. Sin embargo, desde AA defienden su vigencia, porque, como recalcan, esta organización no desintoxica, sino que es una fraternidad que ayuda a seguir sobrios a través del apoyo de otros alcohólicos recuperados.

Respecto a las acusaciones de que es un tipo de culto, Susan Cheever recuerda que “Bill Wilson se esforzó mucho en explicar que AA no es una religión, ni requiere fe por parte de sus miembros”. Diseñó un programa con una base social y espiritual, pero no sectaria: no hay mandatos ni jerarquías, ni tampoco protagonismos. Empezando por él mismo: cuando, en 1954, la Universidad de Yale le ofreció un título honorífico, lo rechazó. Como también aparecer en la portada de la revista Time y los tanteos del Comité del Nobel de la Paz. Murió en 1971, de un enfisema pulmonar provocado por el tabaco, adicción que no pudo dejar.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 684 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].

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