El enconamiento que suele acompañar a los enfrentamientos civiles de carácter violento no tarda en desembocar en asesinatos y ultrajes de todo tipo, en el que se mezclan las rivalidades políticas con los odios personales, en una larga carrera de excesos de la que, tras su conclusión, nadie quiere presentarse como ganador.
Nuestra última Guerra Civil no fue una excepción, y tanto las detenciones ilegales como los “paseos” estuvieron a la orden del día en ambos bandos, si bien la represión en el lado republicano se caracterizó por la aparición de las denominadas checas.
¿Qué fueron las checas?
Se conocieron por tal nombre las cárceles irregulares controladas por distintos organismos, ya fueran policiales, sindicales o de partidos, que se extendieron por el territorio en manos de la República desde los primeros días de la contienda. Si bien aparecieron como centros de detención o preventorios, muy pronto recibieron en el argot popular el nombre de checas. Así, sus integrantes fueron los chequistas, apelativo difundido en los medios del bando nacional, especialmente, en la radio.
En contra de lo que pueda parecer, el nombre nada tenía que ver con Chequia ni con nada checo, sino que provenía de la abreviatura de Vserossiyskaya Chrezvychaynaya Komissiya, o Cheka, Comisión Extraordinaria Panrusa, que correspondía al de la primera policía política creada por los bolcheviques en Rusia el 20 de diciembre de 1917, dirigida por Félix Dzerzhinski hasta su desaparición el 6 de febrero de 1922.

Félix Dzerzhinski en 1918
La función principal de dichos centros era la de retener e interrogar, y, si cabía, fusilar a los enemigos de la República, en especial, a los espías y los miembros de la denominada quinta columna. Sin embargo, en el transcurso de la guerra el número de objetivos se fue ampliando.
No solo se incluyó a los simpatizantes de los alzados, sino también a los opositores políticos dentro de las propias filas republicanas, especialmente, tras los hechos de mayo de 1937, que acabaron con la ilegalización del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y la persecución de sus dirigentes. No quedaron al margen venganzas personales e incluso la búsqueda del lucro personal, con la detención de personas con posibles a las que poder extorsionar.
Un fenómeno urbano
En todo caso, se trató de un fenómeno eminentemente urbano, que se concentró en las grandes ciudades: Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga, Murcia, etc. Los internados carecían de la más mínima garantía jurídica. Pocos partidos o sindicatos, por no decir ninguno, carecieron de su propia checa, a veces compartida; e incluso un servicio policial extranjero, como la soviética NKVD, tuvo las suyas.
Tales centros de detención solían tomar el nombre de la calle o edificio en los que estaban ubicados, y, si bien llegaron a existir más de trescientos cuarenta, el número exacto sigue siendo objeto de debate, entre otras cosas porque alguno de ellos, como el de la calle Marqués de Riscal en Madrid, disponía de sucursales. Tampoco se puede concretar el número de personas que pasaron por tan lóbregos recintos, pero fueron muchos miles.
Las checas más conocidas fueron la de Bellas Artes (posteriormente, de Fomento), en Madrid; la de Vallmajor, en Barcelona; o la de Santa Úrsula, en Valencia. Pero quizá la más temida fue la de San Elías en la ciudad condal. De ella se decía que no se podía salir, porque se había construido un horno para incinerar los cadáveres de los allí asesinados.

Sótano del Círculo de Bellas Artes de Madrid donde se ubicaba una checa republicana, abril de 1939
La creación, el 9 de agosto de 1937, del Servicio de Información Militar (SIM) por parte de Indalecio Prieto, ministro de Defensa Nacional, supuso una cierta racionalización del improvisado entramado, con la desaparición de algunas de ellas –preferentemente, las que estaban en manos del POUM o de los anarcosindicalistas de la CNT-FAI– y su control de los miembros del propio SIM, en su mayoría socialistas, si bien cayeron progresivamente bajo la órbita del PCE y sus aliados soviéticos, sin que ello redundara en una mejora de las condiciones de los detenidos.
Aunque las variantes son muchas y la casuística compleja, sí puede extraerse un cierto patrón en la forma de actuar de los chequistas y en la conformación de las propias checas, si bien su rasgo inherente y más característico fue siempre el caos y el descontrol, pesando mucho las características personales de sus responsables.
Así funcionaban
La detención de la víctima, fruto de una delación que normalmente no era verificada, solía producirse de noche en el domicilio o el lugar que aquella habitara, puesto que era el momento en que se hallaba más desprevenida, lo que permitía, además, la incautación de los bienes de la susodicha. A veces, la víctima era asesinada allí mismo en caso de oponer resistencia, o era “paseada”. Es decir, asesinada en la cuneta de alguna carretera próxima.
Quienes tenían más suerte y llegaban a las checas no solían ser inscritos en registro alguno, y durante todo el encierro mantenían la ropa con la que habían entrado. La alimentación era muy deficiente. Por lo general, constaba de una sopa aguada con alguna legumbre y un mendrugo, aunque podía haber excepciones. También la higiene brillaba por su ausencia, por lo que las enfermedades dermatológicas estaban a la orden del día.
Los interrogatorios solían ser muy duros, tanto física como psíquicamente. A las palizas se unían los falsos fusilamientos, hierros candentes en las partes íntimas, o la denominada silla eléctrica, consistente en una estructura de metal en la que se obligaba a sentarse a la víctima, bajo la que se hallaba una resistencia eléctrica, que, si bien no mataba como su homóloga estadounidense, sí producía amplias quemaduras. Si bien en algún momento se intentó humanizar el sistema, apartando a los jefes más truculentos, no se logró.
Tampoco pueden olvidarse los ahogamientos en bañeras, los tacos de madera bajo las uñas o la denominada con macabra sorna “máquina de escribir”, un artilugio que descoyuntaba los dedos. La lista completa de tormentos era muy amplia.

Este desván sin ventilación, situado en la checa de la calle Vallmajor de Barcelona, se usó como celda colectiva de mujeres
Confesar, si es que era posible –hay que tener en cuenta que los inocentes eran multitud–, no significaba seguir con vida. En este sentido, algunos liberados se convertían en “desaparecidos.” Pero salir con vida tampoco aseguraba la liberación, pues podían ser detenidos inmediatamente y llevados a otra checa.
Si algún familiar o amigo, con insensato coraje, presentaba una queja al Ministerio de Justicia, se le respondía que las checas no existían, que todo era un bulo de la propaganda fascista y que sospechosos y delincuentes eran encerrados en prisiones al uso.
Quizá el método que ofrecía más posibilidades de salir con bien del entuerto, aunque quienes pasaban por una checa quedaran marcados de por vida, e incluso algunos fallecían al poco, era el de encontrar avales, preferiblemente de personas vinculadas al grupo político titular del centro.
En este punto, los bienes (preferiblemente joyas) de la familia jugaban su papel, aunque no siempre. También el sexo ofrecido por familiares o novias debe ser tenido en cuenta, aunque resulte un aspecto muy difícil de verificar. Todo cabía en situaciones límite.
La apertura de las cárceles en julio de 1936 propició que muchos delincuentes comunes ingresaran en las patrullas de control y similares, sin que se les requirieran antecedentes. Además, la autorización para que la retribución de los chequistas saliera de parte de lo incautado abrió la puerta a múltiples exacciones. El resto debía entregarse a la Dirección General de Seguridad.
Frío y asfixia
Dada la cantidad y variabilidad de checas, resulta difícil reseñar cómo eran las celdas en esas prisiones improvisadas convertidas en permanentes. En las que estaban ubicadas en antiguos conventos se aprovecharon las celdas y habitaciones de los religiosos, donde los detenidos eran amontonados, pero muy pronto se edificaron nuevas mazmorras, en su mayoría individuales, para convertirlas en elementos de tortura en sí mismas.
Como la “nevera” de la checa barcelonesa de la calle Vallmajor, construida con cemento poroso, que tenía en su parte superior un depósito de agua que siempre goteaba hasta crear un enorme charco. El frío allí era irresistible.

Interior de una celda en la checa del antiguo convento de la calle Vallmajor de Barcelona
Al parecer, a principios de 1938, a quien a la sazón era jefe del SIM, el socialista Santiago Garcés Arroyo, implicado en el asesinato de José Calvo Sotelo, y al gobernador del Banco de España, Pedro Garrigós, se les ocurrió profundizar en este tipo de mazmorras.
Contaron para ello con la colaboración de un interno francoesloveno, criado en Barcelona, Alfonso Laurencic, un personaje con muchos recursos y escasa moral que había sido detenido por falsificar pasaportes, y se decía arquitecto sin serlo. Durante su juicio tras la guerra, señaló que las había hecho para mejorar su situación personal y la de su hermano, también detenido, y para humanizar las condiciones de vida de los presos.

Alfonso Laurencic en 1933, foto de su credencial de periodista del ‘Deutsche Allgemeine Zeitung’
Su primer invento fue el metrónomo, un artilugio mecánico de cuerda que producía un agudo y permanente tic-tac, y que podía incorporarse a cualquier celda, como a las de las checas de Vallmajor y Zaragoza, ambas en Barcelona. Al detenido se le encerraba en un cajón de escasas dimensiones que le impedía moverse, con escasa ventilación, salvo unos agujeros para que no muriera ahogado.
Así lo contó Manuel Godoy Prats, uno de los supervivientes de la checa de Vallmajor: “En esta gruta hay tres armarios de portland, muy bajos de techo, y
Celdas psicotécnicas
Otro de sus inventos fueron los cajones graduables, tan estrechos que parecían cajas de muertos. El techo era movible para que se adaptara a la altura de la víctima, a fin de mantenerla siempre encogida, y la puerta quedaba a pocos centímetros de la cara del individuo.
Unas lámparas con bombillas de gran potencia le daban directamente en los ojos a través de las únicas ranuras existentes. Si bien el objetivo de ambos cubículos no era el de matar al interno, sino el de “ablandarlo”, a fin de facilitar el subsiguiente interrogatorio, en ambos casos el impacto psicológico solía dejar secuelas, y en el segundo, quemaduras en los ojos.

Heinrich Himmler visita la checa de la calle Vallmajor de Barcelona en compañía de varias autoridades militares, 1940
Sin embargo, la más “depurada” creación de Laurencic fueron las denominadas celdas alucinantes o psicotécnicas, como la que se reconstruyó en la checa se Vallmajor. Se trataba de una habitación de obra de unos 2,5 m de fondo por 1,80 de ancho. En el fondo había una cama de cemento de unos 40 cm de ancho con una inclinación de un 20%, lo que impedía tumbarse sin caer al suelo.
En este, de asfalto negro, se colocaban una serie de ladrillos en punta pintados de blanco, que impedían tanto colocar los pies encima como caminar por la celda. Así, el interno debía adoptar extrañas posiciones para permanecer en un lugar en el que no podía sentarse ni tumbarse, ni estar de pie. Por lo que era imposible dormirse, so pena de golpearse contra el canto de los ladrillos.
En sus paredes se habían pintado una serie de dibujos de colores que recordaban mucho a los que aparecían en los cuadros de Paul Klee o Vasili Kandinski, con el objeto de provocar mareos o ilusiones ópticas, pues, según su creador, enloquecían la visión y desmontaban el sistema nervioso de quien los miraba. Además, un foco que nunca se apagaba iluminaba un tablero de ajedrez pintado en la pared del fondo, y la puerta se hallaba ilustrada con una serie de cubos de color ceniza y espirales amarillas.
Antes de la llegada de las tropas nacionales a Barcelona, el 26 de enero de 1939, dichos artilugios fueron desmontados en lo posible, aunque no lo suficiente para que la de Vallmajor fuera acondicionada a modo de recordatorio, mostrando a visitantes ilustres como Heinrich Himmler esos ejemplos de “la barbarie roja”. Laurencic fue detenido, juzgado y ajusticiado.