El viernes pasado, 1 de agosto, Donald Trump confirmó el despliegue de dos submarinos nucleares en “regiones apropiadas” cerca de Rusia, como respuesta a las amenazas del vicepresidente del Consejo de Seguridad ruso, Dimitri Medvédev. Esta medida forma parte de una estrategia más amplia de posicionamiento militar estadounidense en el Ártico.
En julio de este mismo año, se anunció la presencia de un submarino nuclear en Islandia, la primera vez que ese país acoge una de estas naves. Fue identificado como el SSN Newport News probablemente destinado a vigilar el corredor GIUK (Groenlandia-Islandia-Reino Unido) por el que transitan los sumergibles nucleares rusos que proceden de sus bases en el océano Ártico.
La marina norteamericana dispone de 66 sumergibles nucleares. De ellos, 14 son “boomers”, los que transportan misiles balísticos intercontinentales, la última arma de represalia. Su misión consiste en patrullar sigilosamente los océanos, esperando no recibir nunca la orden de entrar en combate, un enfrentamiento que duraría poco y que en cualquier caso podría significar el fin de la humanidad.

Imagen de 2014 de un submarino nuclear estadounidense de clase Los Ángeles en un ejercicio militar en el Polo Norte
Los otros sumergibles son modelos de caza. Llegado el caso, deberían localizar y destruir a los del enemigo, aunque también han intervenido en misiones contra objetivos terrestres, como el reciente ataque contra instalaciones iraníes. En total, medio centenar.
Dos de cada tres pertenecen a la clase Los Ángeles, un modelo que ya encara el final de su vida útil; su diseño original data de los años setenta. Están siendo sustituidos por los nuevos de clase Virginia, aún más silenciosos y dotados de la última tecnología bélica: mejor comportamiento sigiloso, inmunidad a detección magnética e incluso se dice que alguno puede contar con armas láser, aprovechando la descomunal energía (30 megavatios) que proporciona su reactor nuclear.
Aunque Trump ha hablado de posicionar dos sumergibles “en sus zonas correspondientes”, sería muy iluso creer que son los únicos que patrullan por el Ártico. Lo vienen haciendo desde hace por lo menos 55 años, cuando el USS Parche se infiltró en aguas territoriales rusas, cerca de la península de Kola, para instalar un dispositivo electrónico que espiase las transmisiones del cercano cuartel general.
Aunque no se han divulgado episodios similares, es seguro que los submarinos rusos también patrullan las costas americanas y de otros aliados. El caso más flagrante ocurrió en 1981, cuando un “Whisky” identificado como U-137 embarrancó frente a la base sueca de Karlskrona en el Báltico (una reciente serie cómica se basa en este episodio). Incluso se ha registrado alguna colisión entre naves de ambos países en el mar de Barents.
Los rusos también operan bajo el casquete polar. En la primavera de 2021, en el curso de unas maniobras, tres submarinos rusos emergieron a pocos metros uno de otro, atravesando una banquisa de metro y medio de espesor. El encuentro fue una demostración de su habilidad para navegar con precisión bajo el hielo. También se sabe que otro sumergible ha practicado el lanzamiento de misiles desde la superficie, una vez rota la capa helada.
Bajo el hielo los submarinos se mueven basados en su sistema de guía inercial. Unos acelerómetros y giróscopos detectan cualquier cambio de rumbo o velocidad y van construyendo la “ruta” en la memoria del ordenador. Un SSN emerge en rarísimas ocasiones. Su reactor nuclear le confiere una autonomía casi ilimitada y lleva reservas de alimentos, agua y oxígeno para meses. Tan solo sube a un nivel somero cuando ha de desplegar la antena que le comunica con los satélites GPS o una boya para otros tipos de comunicaciones. Suele limitarse a “escuchar” reduciendo las transmisiones al mínimo para no delatar su presencia.
Las frecuencias de radio convencionales no penetran bien en el agua. Cuanto más alta, más atenuación. En patrulla, las órdenes urgentes se enviaban hasta hace unos años por un sistema de frecuencias bajísimas (ELF: de 3 a 30 hercios), que son las únicas que pueden alcanzar grandes distancias. Los emisores eran antenas enormes, de decenas de kilómetros, situadas en los bosques de Michigan y Wisconsin, junto a los Grandes Lagos.
El sistema funcionaba, pero no era práctico. Cada mensaje, compuesto por una clave de cinco letras, tardaba quince minutos en enviarse. Y debía repetirse varias veces para asegurar su recepción. Los submarinos, a una profundidad de unos cien metros, arrastraban una antena de cientos de metros sensible a frecuencias tan bajas (que correspondían a longitudes de onda de más de 10.000 kilómetros). Por lo general, eran mensajes muy básicos, como la orden de subir a profundidad de periscopio y desplegar antenas más convencionales para recibir órdenes más detalladas.
La emisora de ELF se desmanteló hace veinte años. Fue remplazada por un sistema basado en aviones que pueden estar en vuelo 24 horas al día. Combinan una antena satelital junto con transmisores en múltiples frecuencias, con capacidad para comunicarse con submarinos en inmersión. Y se están estudiando otros métodos, como el uso de láseres, aunque la turbidez del agua crea serios problemas.
Bajo el agua, un submarino es ciego. Solo puede confiar en su sentido del oído. Llevan sonar activo, que emite potentes impulsos sonoros para escuchar el eco reflejado por otros objetos. Se utiliza poco, puesto que el estruendo delata la propia presencia. Es mucho más frecuente el uso del sonar pasivo: simplemente escuchar la cacofonía que viene del océano, esperando identificar en ella la firma de algún adversario.
Todos los submarinos modernos y muchos buques de superficie disponen de un sonar pasivo remolcado. Básicamente es un largo cable con micrófonos resistentes al agua (hidrófonos) instalados a intervalos regulares. Puede medir entre 200 y 700 metros e incluso más. Debido a la distancia que hay entre los sensores, el ruido de un objetivo lejano llega a cada uno con un pequeño desfase. Analizando esas discrepancias puede determinarse no solo la distancia, sino también su posición. Es por eso que el silencio en la operación de estos buques es vital.
De vez en cuando, los comandantes de los submarinos de caza americanos (y también, sin duda, los rusos) trataban de seguir a un oponente durante horas, procurando no ser detectados. Se dice que cada SSNB portador de misiles intercontinentales tiene asignada una “sombra” que le sigue día y noche. Llegado el impensable caso de un conflicto a escala global que implicase el lanzamiento de armas nucleares, los tripulantes de los “boomers” saben que sus posibilidades de supervivencia son muy escasas.

El submarino nuclear estadounidense de la clase Virginia USS Minnesota (SSN-783) el 26 de febrero de 2025
Los submarinos de caza como los que Trump ha ordenado posicionar cerca de Rusia no cargan proyectiles intercontinentales. En su lugar, llevan misiles de crucero, de menor alcance. Alrededor de dos docenas en cada nave, aunque los más modernos de la clase Virginia admiten unos cuarenta. Pueden dispararse horizontalmente desde los tubos lanzatorpedos, aunque algunos modelos modernos disponen de silos verticales.
Por ahora, los “boomers” son patrimonio exclusivo de las grandes potencias. Pero muchas marinas han equipado a sus sumergibles con misiles de crucero, lanzables como torpedos normales, ya que es una adaptación relativamente fácil. Eso les da una capacidad destructiva inconcebible hasta hace pocos años para países menos avanzados tecnológicamente, como Corea del Norte o incluso Argelia.
El arsenal ruso
La flota del Norte incluye dos tercios del total de naves rusas de propulsión nuclear. Aparte de sus viejos modelos, muchos de ellos abandonados, Rusia cuenta con seis submarinos de nueva construcción, que, se dice, disponen de lo último en tecnología naval. En marzo de 2018, Putin anunció el desarrollo de seis armas nuevas que deberían desequilibrar la balanza estratégica a su favor: un par de misiles balísticos, otros de crucero y el torpedo de propulsión nuclear Poseidón.

El submarino nuclear ruso Kazan en una imagen de junio de 2024
No está claro el estado de desarrollo de este torpedo, que más podría considerarse un robot autónomo de largo alcance. Lo que sí se sabe es que se trata de un arma enorme, de dos metros de diámetro, 18 de largo y 20 toneladas de peso, accionado por un reactor nuclear, lo que le proporciona un rango de acción que algunos estiman en más de 10.000 kilómetros. Es tan grande que el nuevo submarino balístico Belgorod solo puede transportar dos unidades (otros informes hablan de seis).
Es, en realidad, un misil atómico, capaz de llevar un ingenio de fusión con 100 megatones de potencia. Hasta ahora, la mayor bomba detonada nunca es la “bomba del Zar”, también rusa, de 50 megatones. Un solo Poseidón podría destruir cualquier ciudad costera; además, la radiación, aumentada por su cubierta de cobalto, contribuiría a hacer la zona inhabitable durante años. Es el arma definitiva, lo que algunos llaman la del Juicio Final.
En la práctica, el despliegue ordenado por Trump no es más que la confirmación de una situación de facto que ya existe desde hace muchos años. Aun así, representa un incremento en la competencia militar ártica, donde está en juego el control de rutas marítimas y recursos naturales valorados en muchos billones de euros. La presencia declarada de submarinos nucleares estadounidenses cerca de Rusia constituye tanto un elemento disuasorio como un factor de riesgo de escalada no deseada que empieza a recordar a los eventos de la crisis de los misiles de Cuba, de hace más de sesenta años.