¿Cómo consiguieron los nazis convertir a los alemanes en cómplices activos de sus designios criminales? ¿Cuándo comenzó Hitler a odiar a los judíos? ¿Realmente su capacidad oratoria hipnotizó a los alemanes? ¿Es posible que algo como el nazismo se repita en nuestros días o en el futuro?
Ochenta años después de su derrota, los nazis provocan una mezcla de estupor, horror y hartazgo. El problema es que incluso a los monstruos (o especialmente a ellos) les sobran imitadores y admiradores, desde los acosadores de las redes sociales hasta los tecnogurús que hacen saludos a la romana o los pringosos defensores de las esencias de Occidente. Hitler parece haberles señalado el camino: “La única emoción estable es el odio”, dijo en un discurso que dio en 1926 para el Hamburger Nationalklub, una asociación conservadora en la que no se admitían mujeres, cuya tarea más importante era la “renovación de la conciencia nacional”.
La frase condensa todo su ideario político. No había más, pero eso bastó. Tras fracasar en sus estudios, inadaptado y perezoso, en la Viena del crepúsculo del Imperio austrohúngaro Hitler encontró en la nebulosa de los partidos völkisch, los ultranacionalistas antisemitas, un argumentario para dar sentido a su vida. Su odio a los judíos se construyó capa a capa, hasta llegar a la radicalidad asesina del Holocausto. Su caldo de cultivo fueron la humillación de la derrota de 1918 (que intensificó la “puñalada por la espalda”, una burda e interesada teoría de la conspiración alumbrada por los militares para rehuir su responsabilidad), el diktat de Versalles y la fragilidad de la República de Weimar.
Ayudado por la suerte, por la incapacidad de sus rivales políticos de plantarse ante él (o la creencia de los conservadores en que podían utilizarle contra la izquierda) y por la crisis económica de 1929, Hitler alcanzó el poder. Goebbels escribió en su diario: “¡A trabajar ya! Hay que preparar las elecciones. Las últimas elecciones”.
¿Otro libro sobre Hitler?
Sobre Hitler y el nazismo se han hecho correr océanos de tinta. La biografía de Ian Kershaw, publicada en dos volúmenes entre 1998-2000, tiene 1.960 páginas, y la más reciente de Volker Ullrich (2013-2018), 1.984. Profesor del Centre national de la recherche scientifique (CNRS) y del Memorial de Caen, dedicado a la batalla de Normandía, Claude Quétel se pregunta si a estas alturas hay algo más que añadir sobre el personaje. Pues sí, nos dice en la introducción de su Hitler. Verdades y leyendas (Melusina, 2025), aunque “no se trata de decir algo más, sino de decirlo de otra manera”, y “examinar lo que resulta problemático en una biografía de Hitler”.
En este breve pero clarificador ensayo, escrito con una notable mala leche, se pasa revista a asuntos como la supuesta infancia infeliz de Hitler; su papel en la Gran Guerra; la presunta eficacia de su retórica; su nula capacidad para el trabajo; el mito, tan querido por la extrema derecha, de la mejora que los obreros alemanes experimentaron durante el nazismo; o las políticas del régimen favorables a las mujeres.
El joven Adolf Hitler, soldado en la Primera Guerra Mundial
Esto último, otra superchería, pues para los nazis la misión de la mujer era “ser ministra de su hogar y su profesión es satisfacer las necesidades del hombre desde el primer momento de su vida hasta el último”. Así pues, como escribe Quétel, no hubo nunca un feminismo nazi sino, más bien, un nazismo femenino.
Ya en el campo de la vida privada, cuando trata sus relaciones sentimentales, su impotencia sexual o sus talentos como artista, el autor nos presenta a un hombre preso de su propio personaje, rodeado de una corte de aduladores que, en el Berghof, su residencia alpina, escuchaban con arrobo sus interminables peroratas para después contemplarlo dormido en un sillón, tras atiborrarse de pasteles durante la merienda (Hitler los acompañaba con una tila).
Claude Quétel
Profesor del Centre national de la recherche scientifique (CNRS) y del Memorial de Caen
¿Si pudiera añadir una pregunta más a las veinte que ya figuran en su libro, cuál sería?
Estuve barajando incluir la de: “¿Era inteligente Hitler?”, pero responderla categóricamente era demasiado difícil. El personaje es inculto, tosco, maligno, y cumple todos los requisitos de la paranoia, pero esto no significa que no fuera inteligente. Sin embargo, si nos limitamos a la etimología latina (intellegere = comprender), la de Hitler era extremadamente limitada y su creciente pérdida del sentido de la realidad es incluso antitética al término. Pero entonces, ¿cómo pudo este hombre salido de la nada llegar a donde llegó? Es un problema que necesita ser tratado.
¿Cree que es acertado comparar a los líderes de la extrema derecha actual con los nazis?
En Francia, desde hace ochenta años, esta cantinela de la izquierda contra la extrema derecha ha demostrado ser completamente errónea, pero funciona. A grandes rasgos, el nazismo es la utopía (¡sí!, esa es la palabra correcta) de un nuevo mundo germánico, tras haber conquistado su espacio vital mediante la guerra, y en el que la raza superior, los arios, habrían triunfado sobre la raza inferior, corruptora y enemiga, de los judíos. No hay rastros de eso en la extrema derecha francesa. Cuando Jean-Marie Le Pen dijo que el genocidio de los judíos era “un detalle de la Segunda Guerra Mundial”, solo demostró que no había comprendido los motivos subyacentes de esta. Es difícil imaginar que, si alcanzan el poder, Marine Le Pen o Zemmour, instauren una dictadura feroz, persigan a los judíos o lancen a su país a la guerra.
¿Por qué cree que Francia no reaccionó con más contundencia en 1939 mientras Hitler atacaba Polonia?
La Gran Guerra le costó a Francia nada menos que un millón y medio de muertos (entre ellos mis dos abuelos) y otros tantos heridos graves (ciegos, mutilados). El país no se recuperó ni demográfica ni moralmente. El pacifismo condicionó constantemente la política francesa frente a una Alemania vengativa, que estaba rearmándose clandestinamente incluso antes de que Hitler llegara al poder. La doctrina militar francesa era completamente defensiva. Cuando Hitler invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939, Francia incumplió los compromisos con sus aliados al contentarse con una ofensiva simulada en el Sarre. Pero la “guerra de mentira” terminó el 10 de mayo de 1940, cuando los panzer invadieron Francia.
Hitler se había blindado contra toda influencia exterior, en su presencia no debía hablarse de política y, mucho menos, de la suerte de la guerra. Sus relaciones con el resto de los seres humanos eran de sumisión. Hitler, concluye Quétel, solo se amaba a sí mismo. “O, mejor dicho, solo amaba su delirio”.
Pese a que trata la vida de un personaje abominable, este es un libro a ratos tremendamente divertido y plagado de anécdotas jugosas. Hitler, por ejemplo, sentía un cierto apego por Bernile, una niña rubita y de ojos azules, que había nacido el mismo día que él, y a la que se fotografió junto al “tío Hitler” en numerosas ocasiones. Pero el fiel Bormann, la eminencia gris de la corte nazi, averiguó que tenía una abuela judía. Bernile ya no volvió más al Berghof. “Hay gente que tiene verdadero talento para arruinar cada una de mis alegrías”, se lamentó Hitler.
“Lo que ha sucedido aquí es un aviso”
En la mente nazi, 12 advertencias de la historia (Crítica, 2025), es el último libro del historiador y documentalista británico Laurence Rees (1957), que cuenta con una prolongada obra sobre la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y el nazismo. Su A puerta cerrada es una de las mejores historias de la trastienda diplomática, tantas veces olvidada en beneficio de las batallas, del último conflicto mundial, que fue todo menos una “guerra por la libertad”.
Ayudándose de la psicología –aunque, advierte el autor, este es un libro de historia que usa puntualmente la psicología, no a la inversa–, Rees intenta entender esta vez la naturaleza del poder de Hitler y las peculiares características del movimiento nazi, aunque, aclara, no debemos caer en la tentación de pensar que existe una “mentalidad nazi”.
Aun usando numeroso material de archivo, Rees se vale especialmente de los testimonios de antiguos nazis que recopiló durante su carrera como documentalista. “Lo que más ha transformado mi comprensión ha sido la oportunidad de conocer de primera mano a quienes vivieron esta historia”, testigos que ahora han muerto en su mayoría.
Aunque en las filas de los exterminadores había una pequeña cantidad de sádicos, la mayor parte eran personas normales. Como el SS Oskar Groening, que tras la guerra fue encargado en una cristalería hasta su jubilación y cuyo “rasgo más interesante de su vida era que en cierta época había trabajado en Auschwitz”.
Primer transporte de prisioneros a Auschwitz en la estación de Tarnów, en 1940
¿Por qué los nazis cometieron crímenes tan horrendos?, se pregunta Rees. “¿Qué relevancia tiene este pasado terrible para nuestro presente?”. Los doce capítulos del libro corresponden a otros tantos “avisos”. No enseñanzas, que son normas fijas, sino avisos, a la manera de un faro con el que atisbar nuestro mundo: “No los ofrezco en apoyo ni de la izquierda ni de la derecha, sino como la aportación de alguien que prefiere la democracia a la dictadura”.
Desde las teorías de la conspiración a la corrupción política de la juventud para usarla como vanguardia de choque de la reacción, la destrucción de los derechos humanos, inventarse enemigos y atizar el miedo y eliminar sin piedad a la resistencia o a los simples disidentes, los avisos de Rees nos suenan demasiado para pasarlos por alto.
La democracia es frágil. Nada es seguro. En la década de 1930, muchas personas, desde los que lo perdieron todo con la crisis económica hasta los judíos húngaros deportados a miles a los campos de exterminio en 1944, vieron cómo su mundo, que parecía inalterable, se derrumbaba en cuestión de meses o días. Los seres humanos, nos advierte Rees, son fácilmente manipulables. Hitler se convirtió en el líder de un movimiento de masas que se preciaba de odiar los mismos fundamentos de la civilización. La gente aplaudía las fantasías sanguinarias de sus discursos.
Los nazis no vencieron (finalmente), pero convencieron (a muchos). Y quizá puedan volver a hacerlo. Los valores esenciales del nazismo –el odio, la búsqueda de chivos expiatorios, el antisemitismo, el racismo y el nacionalismo violento– siguen muy presentes entre nosotros. Las bravatas de Trump o la chulería de Putin despiertan entre sus partidarios el mismo entusiasmo y la misma ciega irresponsabilidad que los discursos de Hitler.
Hitler pronuncia un discurso el 15 de marzo de 1938 desde el balcón del Palacio Imperial de Hofburg en Viena, Austria
Las más disparatadas teorías sobre “quién estaba detrás” de la muerte de Charlie Kirk (el Mossad, los Illuminati…) plagaron de inmediato las redes sociales. Hoy todo el mundo admite que los gabinetes de comunicación (eufemismo para llamar a la simple propaganda) manejan la política, que las encuestas están manipuladas, que todo es mentira.
En 1947, más de la mitad de los encuestados para un estudio de actitudes en la zona de ocupación estadounidense consideraba que el nazismo había sido “una buena idea, mal ejecutada”. Esto es lo que respondía una ciudadanía adoctrinada durante doce años y traumatizada por la derrota. ¿Pero cómo explicar que, hoy en día, un tercio de los estadounidenses, que viven en el país más rico del mundo, dice mostrarse de acuerdo con su presidente cuando afirma que “los inmigrantes indocumentados están envenenando la sangre de nuestro país”?
La policía de inmigración caza seres humanos en las ciudades americanas con ayuda de un software de identificación facial asistido por la IA. Nada que ver con las fichas de cartón que manejaban Eichmann y sus compinches.
Al comienzo de La mente nazi hay una cita definitiva del filósofo alemán Karl Jaspers: “Lo que ha sucedido aquí es un aviso. Quien lo olvide es culpable. Es necesario recordarlo permanentemente”.



