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50 años sin Franco: del 20-N a las primeras elecciones españolas

El día después

Desde la muerte del dictador, de la que se cumple medio siglo, hasta la instauración de la democracia transcurrieron tres años que serían una odisea de devenir incierto

Llegada de los restos mortales del jefe de Estado, Francisco Franco, al Valle de los Caidos. En la foto, colocación de la losa de granito que, luego, fue asegurada y soldada 

EFE

El franquismo sin Franco, que tantas especulaciones sigilosas había protagonizado en los últimos tiempos de la dictadura, apenas se prolongó medio año. Fue el tiempo necesario para que el rey, Juan Carlos I, maniobrase en la superficie y bajo mano con el objetivo de cambiar el régimen heredado del Caudillo y evitar que el proceso de transición a la democracia, permanentemente prendido con alfileres, degenerase en un cataclismo.

El nuevo rey recibió todos los poderes que había ostentado el general Franco: era jefe del Estado, jefe del gobierno –aunque al final fuese a través de una persona interpuesta–, jefe de las Fuerzas Armadas, jefe del partido único –el Movimiento Nacional, mezcolanza de la Falange, el carlismo y los sectores más reaccionarios de la derecha– y máxima autoridad de los sindicatos y los tribunales de justicia.

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Juan Carlos I tenía a su alcance todos los ingredientes, sin contrapeso alguno, del poder absoluto. Sus inmediatos antecesores en la Corona, Alfonso XIII y Alfonso XII, no habían acumulado ni una cuarta parte de la capacidad de decisión que Franco había dejado en sus manos cuando, tras cuatro decenios ejerciéndola, falleció el 20 de noviembre de 1975.

Es verdad que, como contrapartida, la herencia incluía un país subdesarrollado, medio aislado de la comunidad internacional, con un ambiente social crispado, unos mandos militares entregados al inmovilismo, un territorio multicultural y lingüístico anclado en el centralismo más férreo, la población aún dividida por la memoria de la contienda, una oposición política disgregada y el terrorismo (bajo banderas tan distintas como las de ETA, GRAPO, MPAIAC, Terra Lliure, Guerrilleros de Cristo Rey...) Sobresaltando con asesinatos, secuestros y extorsiones la paz y la convivencia cotidiana.

Despertando recelos

Era evidente que las viejas estructuras del régimen no podían sostener por mucho tiempo el sistema autoritario que Franco había intentado perpetuar en su testamento. Juan Carlos I, joven y sin experiencia política, contaba apenas con el respaldo que le brindaban algunos incondicionales de la monarquía y la tradicional obediencia al mando en que se había sustentado el franquismo. En cambio, tenía en contra a la oposición democrática, que se movía en la clandestinidad. A pesar del alivio que había proporcionado la desaparición del dictador, los líderes políticos emergentes no confiaban en que el sucesor por él designado fuese a promover el vuelco total al que aspiraban.

Pero Juan Carlos tampoco despertaba entusiasmo entre muchos fieles del régimen. Tanto los falangistas, que rechazaban la restauración de la monarquía, como los militares, que aún lucían las medallas que premiaban su participación en la Guerra Civil contra la República, desconfiaban de un rey Borbón cuyo padre, don Juan, conde de Barcelona, había defendido la recuperación de la democracia. Para amplios sectores de nostálgicos del régimen, la solución ideal hubiese sido otro general.

Adolfo Suárez, secretario general del Movimiento, saluda a Juan Carlos I, antes de la celebración del Consejo de Ministros en 1976

EFE

Juan Carlos I, que, como príncipe de España (el título carente de tradición que le había sido conferido), había mantenido una actitud discreta a la sombra de Franco (quien, a pesar de haberle escogido como sucesor, siempre le regateó el protagonismo que su rango requería), tenía tan claras las ideas como la necesidad de mantenerlas en secreto. Su futuro solo lo garantizaría la implantación de una monarquía constitucional, con pluralidad de partidos y libertades plenas, en la que los ciudadanos pudiesen expresarse y elegir conforme a su voluntad. Tal cosa, en aquellos primeros meses, parecía imposible de conseguir, si no era a través de un desastre en la vida pública del que él sería la primera víctima.

Ante la pregunta frecuente de la prensa internacional –y, en voz baja, de los españoles– “Y después de Franco, ¿qué?”, el mismo dictador, en sus delirios de perpetuarse en el poder incluso desde la sepultura, repetía: “Después de Franco, las instituciones”. Es decir, las que determinaba la ley de Sucesión: el Consejo de Regencia –que asumiría la jefatura del Estado interinamente–, el Consejo del Reino y las Cortes orgánicas –que carecían de representatividad, pero ejercían las funciones parlamentarias–. Tales instituciones conferirían al sucesor los mismos poderes.

Maniobras en la oscuridad

Paradójicamente, aquellas instituciones creadas para garantizar la esencia del franquismo acabaron siendo las que facilitaron su transformación en una democracia parlamentaria de estilo europeo. El nuevo presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, antiguo profesor de Juan Carlos, fino jurista y falangista acusado por sus correligionarios de poco ortodoxo, estudió a fondo el armazón jurídico en que se apoyaba el régimen. Concluyó que ofrecía rendijas para que, no sin dificultades ni riesgos, pudiesen colarse, sin romper con la legalidad vigente, los cambios ambicionados.

La estrategia se resumía en la frase que el propio Fernández-Miranda acuñó para la historia de la transición democrática cuando solo era un proyecto mantenido en la confidencialidad: “De la ley a la ley pasando por la ley”. Para conseguirlo era necesario que el rey convenciese a los franquistas aupados en los puestos de máxima responsabilidad de que renunciasen a sus planteamientos, en lo que se convertiría en su suicidio político. Al mismo tiempo, tendría que lograr que los líderes de los partidos democráticos, que empezaban a sacar la cabeza después de tantos años de ocultación, aceptasen compartir ese objetivo, necesario como punto de partida para todos los demás cambios.

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El primer obstáculo era el propio presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro, que el rey había recibido en herencia el día que fue proclamado. Aunque tanto Juan Carlos como sus asesores más próximos se movieron con la mayor cautela, enseguida trascendió que el jefe del Estado y el del gobierno no se entendían: ni compartían las mismas ideas ni los mismos fines. El monarca quería sustituir el franquismo por una democracia parlamentaria, y Arias Navarro a lo más que llegaba era a hacer algunos cambios cosméticos que le diesen una imagen renovada al régimen.

En febrero de 1976, Arias Navarro lanzó como gran iniciativa aperturista la autorización de asociaciones políticas (la palabra partidos seguía siendo tabú), pero, tras unas revelaciones del rey a la revista norteamericana Newsweek sobre las diferencias que les separaban, el presidente del gobierno presentó su dimisión. No quedó claro si fue por propia iniciativa o inducido por Juan Carlos, que todavía reunía sobrados poderes para destituirle. La transición propiamente dicha ya hacía meses que se venía gestando, pero en la práctica comenzó aquel primero de julio.

Carlos Arias Navarro, en Madrid, en 1975

Gianni Ferrari/Cover/Getty Images

Dos días más tarde, el pueblo, que tras tantos años marginado de la vida pública empezaba a recuperar la inquietud política, recibió con sorpresa la noticia de que el sucesor de Arias Navarro al frente del gobierno sería Adolfo Suárez. Era un segundón del franquismo, apuesto y cordial, pero sin una imagen reveladora de su disposición y su capacidad para afrontar los grandes retos que la sociedad deseaba, aunque todavía sin excesivas esperanzas. Con el rey ostentando todos los poderes y Adolfo Suárez en la presidencia del gobierno, el temor a la perpetuación de un franquismo sin Franco volvía a atenazar especialmente a la clase política.

El tercer hombre

Adolfo Suárez era un falangista, que mantenía buenas relaciones con otros poderes fácticos, como el poderoso Opus Dei, y con una carrera que le avalaba como cachorro del viejo régimen. Había partido de abajo, y desde la universidad se había desenvuelto, con mayor o menor suerte, en las escalas del poder. Había sido director de Televisión Española, función difícil en la que pasó inadvertido, gobernador civil de Segovia y, en los últimos tiempos, secretario general del Movimiento –jefe del partido único–, con asiento en el gabinete ministerial de Arias Navarro.

Su nombramiento, en una elección complicada en el Consejo del Reino, donde era el tercero de la terna de candidatos propuestos por el rey, fue acogido con escepticismo. Tanto entre los demócratas, que esperaban otro perfil de presidente, como entre los exégetas del franquismo, a quienes la simpatía personal que derrochaba Suárez les inspiraba poca confianza para ejercer la autoridad a la que estaban acostumbrados y que pretendían conservar.

“¡Qué error, qué inmenso error!”, exclamó el exministro e historiador ultraconservador Ricardo de la Cierva al conocer la noticia. La sorpresa y el recelo aumentaron aún más cuando se anunció la composición del gobierno, del que desaparecía la práctica totalidad de los viejos políticos del régimen. Eran reemplazados por un plantel de jóvenes bien preparados y sin antecedentes comprometedores con la represión ni con las ejecuciones realizadas en los últimos meses de vida del dictador.

A partir de aquel día, los acontecimientos políticos se sucedieron, y la creencia de que, efectivamente, la situación iba a cambiar arraigó entre los ciudadanos. Es verdad que, mientras desde las nuevas instancias del poder se daban pasos para su transformación, en los cuarteles no se propiciaba el ambiente sosegado que facilitaría el proceso. Una amnistía que devolvió a la libertad a los presos políticos no mejoró precisamente la situación en los círculos antifranquistas. El terrorismo de organizaciones independentistas y de izquierdas continuaba, azuzado a su vez por los pistoleros de la ultraderecha con atentados como el perpetrado el 27 de enero de 1977 contra un bufete laboralista en Atocha, en el que fueron asesinados cinco abogados.

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Terceros

La depresión económica y los conflictos derivados de las primeras huelgas, todavía ilegales pero toleradas, agitaban el mundo laboral. Los militares del “búnker”, jaleados por medios como el periódico falangista El Alcázar (nombre que rememoraba una de las gestas del bando sublevado en la Guerra Civil), empezaban a mostrar su desconfianza, que enseguida se convertiría en conatos de conspiración, ante la traición que consideraban que se estaba perpetrando.

Mientras, tanto el rey como Suárez desplegaban una discreta actividad en dos frentes. En primer lugar, el internacional, tratando de acabar con la marginación a la que España estaba sometida, estigmatizada ante su condición de último residuo fascista en Europa (ya se había derrumbado el régimen de los coroneles en Grecia). En segundo lugar, en el nacional, intentando que las instituciones franquistas facilitasen los trámites para el cambio y, al mismo tiempo, propiciando que los partidos –los tradicionales que salían de la clandestinidad y los nuevos en proceso de formación– se aviniesen a modular sus planteamientos para hacer posible la transición de manera pacífica.

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Algunos partidos estaban emergiendo después de cuatro décadas de ocultación, como el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), liderado por el joven abogado Felipe González, o el Partido Comunista (PCE), cuyo secretario general, Santiago Carrillo, estaba considerado como el principal enemigo del viejo régimen. La derecha se vio en la necesidad de buscar fórmulas políticas de corte democrático. Entre un cúmulo de intentos, pronto cobró fuerza Alianza Popular (AP), con el exministro Manuel Fraga Iribarne a la cabeza. En torno a la figura de Suárez se constituyó la Unión del Centro Democrático (UCD), que aglutinaba a liberales, democristianos y socialdemócratas.

Todos ellos, en diferente medida, decidieron respaldar los planes del rey, llevando adelante el proceso para que el pueblo recuperase la soberanía mediante un sistema parlamentario y elecciones democráticas. El PCE admitió la monarquía y la bandera, mientras Juan Carlos I renunciaba a la mayor parte de sus poderes para quedar convertido, a imagen del resto de monarcas europeos, en un jefe de Estado representativo, con facultades de arbitraje y la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas. Todo ello con la resistencia activa de las fuerzas involucionistas, cada vez más irritadas y en actitud más desafiante.

Camino sin retorno

El 18 de noviembre de 1976, las Cortes orgánicas se hicieron el harakiri, como se describió su gesto, al aprobar por aplastante mayoría la ley para la Reforma Política. Partía de la legalidad de la dictadura, avalada por sus representantes en el Parlamento, pero, a falta aún de una Constitución, se convertía en la ley Fundamental de la que dimanarían los derechos hasta entonces negados a los españoles, empezando por la libertad. La transición avanzaba, aunque a veces de manera angustiosa para sus promotores.

La nueva ley Fundamental, que invalidaba todas las existentes, fue sometida a referéndum el 15 de diciembre –era la primera vez en más de cuarenta años que se votaba libremente–. Con una participación del 77%, obtuvo un respaldo del 80%. Aunque parecía que con estos resultados estaba todo hecho, aún era mucho lo que faltaba para que la democracia alcanzase la normalidad plena: la supresión del Sindicato Vertical y la legalización de las centrales obreras, la disolución del Movimiento y la descentralización del Estado fueron pasos saludados con alegría por muchos y con gestos de contrariedad por otros.

Panel luminoso ha sido instalado en la fachada del Palacio de Comunicaciones, en el que se reflejaban los resultados del escrutinio del Referéndum Nacional sobre la Ley de Reforma Política

Otras Fuentes

Uno de los pasos que levantaron más ampollas, especialmente en los ámbitos militares, fue la legalización del PCE, que fue anunciada oficialmente al atardecer del 9 de abril de 1977, cuando muchos ciudadanos disfrutaban de las vacaciones de Semana Santa (se conocería como el Sábado Santo Rojo). Aquella noche, en los cuarteles, el ruido de sables aumentó unas decenas de decibelios. Los cambios que se estaban llevando a cabo irritaban también a una parte del clero y, particularmente, de los obispos, que debían a Franco una intervención decisiva en su nombramiento, además de los honores y privilegios que el régimen les prodigaba.

A pesar de los obstáculos y la incomprensión incluso de algunos demócratas, lo que quedó de año se convirtió en una carrera contra el calendario de cambios y reformas, empezando por el regreso de exiliados (como Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat catalana, que fue repuesto de inmediato en el cargo) y siguiendo por las primeras elecciones generales. Las ganó la UCD de Suárez, seguida del PSOE, y a partir de ese momento el presidente del gobierno mantuvo una legitimidad democrática de la que hasta entonces carecía.

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En aquella etapa convulsa, agitada por la intoxicación constante que emanaba desde el “búnker” y contribuían a difundir los periódicos fieles a las tesis a favor de la dictadura, dos hombres, el presidente de la Conferencia Episcopal, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, y el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del gobierno, asumieron la difícil tarea de calmar a los colectivos eclesiástico y militar, que constituían, de hecho, la principal oposición organizada a los cambios. Ambos completaron, junto al rey, Suárez y Torcuato Fernández-Miranda, el quinteto de grandes protagonistas de la transición desde las altas esferas del poder.

Entre sobresalto y sobresalto, en un ambiente de crispación que en muchos momentos empañó los avances democráticos y los puso en peligro, la transición acabó consolidándose gracias a la voluntad compartida de la clase política, que llevó a la redacción de una Constitución moderna y plenamente democrática en la que participaron los delegados de las fuerzas más significativas, desde AP hasta el PCE, pasando por UCD, el PSOE y una representación del nacionalismo catalán.

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EFE

La nueva Constitución fue aprobada por las Cortes y sometida, el 6 de diciembre de 1978, a un referéndum que la ratificó con un 87,7% de los participantes. Pero antes, a finales de 1977, el consenso se había anotado otro éxito de gran trascendencia para el futuro inmediato: los Pactos de la Moncloa, decisivos para que surgiese un nuevo clima en las relaciones entre empresarios y sindicatos y se sentaran bases para la recuperación económica. Representantes de los partidos, de los trabajadores y de los empresarios, coordinados por el vicepresidente económico, Enrique Fuentes Quintana, consensuaron un plan ambicioso que, al igual que en política, favoreciese para la economía una transición hacia la modernidad, superando las viejas estructuras de la dictadura.

Con aquellos pactos comenzaría lo que sería descrito como el milagro de la transición, hoy más cuestionada. Pero, aunque lo más difícil ya estaba conseguido, en los años siguientes el proceso tuvo que salvar situaciones complicadas, incluidos varios intentos de golpe de Estado. Uno de ellos, encabezado por el teniente coronel Antonio Tejero, acabaría viendo revertidos sus objetivos: unió a los ciudadanos y al Estado en la defensa de la recién adquirida democracia. 

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 572 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.