En historia hacen falta investigaciones monográficas, pero también obras de síntesis. Libros sobre el pasado español hay muchos. ¿Por qué uno más? Breve historia de España (La Catarata), de Juan Sisinio Pérez Garzón, catedrático emérito de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha, se distingue por su perspectiva. El autor escribe desde una especial sensibilidad hacia la gente “de abajo”. Son ellos sus protagonistas, mucho más que los reyes o los generales de las crónicas al uso. Es una aportación deudora de la mejor tradición de la historia social, empezando por la Escuela de los Annales y su ambición de una historia “total”, es decir, que integrara no solo lo político y lo militar, sino también lo social y lo económico.
Otros utilizan la historia para hacer discursos identitarios. No es este el caso, ni mucho menos. Pérez Garzón no habla de una nacionalidad inmutable a lo largo del tiempo, sino de la realidad palpitante de las masas anónimas. España, en sus manos, no es una idea abstracta; es una realidad profundamente plural, concreta y, con frecuencia, contradictoria. Aprovechamos la publicación de su estudio para formularle algunas preguntas.
En otro tiempo la historia social estaba en auge. ¿Qué podemos hacer para que la gente entienda que la historia no son solo grandes personajes?
Se propuso hace décadas hacer historia social para trascender la estrechez de la historia política clásica. Se desplazaron las explicaciones políticas desde el Estado hacia la sociedad. Esto en la actualidad no es lo predominante. Por eso la recuperación de lo social como factor que conecta lo material con lo cultural, la economía con la política; en definitiva, las personas con las estructuras.
En este libro se plantea que, sin las gentes, los poderosos no son nada. Frente a la historia centrada en los grandes nombres (heroicos o monstruosos), se propone una radiografía social de las mujeres y hombres anónimos cuyos sufrimientos y afanes son los protagonistas de cada época, subrayando el papel de las mujeres invisibilizadas hasta hace pocos años.
Su libro señala la interacción de las economías y las culturas de la península con las de otras sociedades. ¿Podemos conocer la historia de España si solo conocemos la historia de España?
La interacción es una constante en la historia de cualquier sociedad porque toda historia es parte de una historia global. En todo momento los habitantes de esta península han organizado sus vidas como parte del cruce de múltiples innovaciones, tecnologías, idearios y propuestas políticas con muy distintos orígenes. Así ha sido, por ejemplo, en la tecnología, desde el Sapiens que descubre la agricultura y la ganadería, posteriormente la revolución industrial y actualmente la revolución tecnológica y la inteligencia artificial. Lo mismo en las creaciones culturales e ideológicas.
Acostumbramos a glorificar la Antigüedad clásica. Sin embargo, como usted señala, la conquista romana de la península se basó en “la violencia del exterminio de gentes y expropiación de riquezas”. ¿Qué nos dirían sobre las legiones íberos y celtas si los pudiéramos entrevistar?
Seguro que matizarían la “romanización” como un glorioso progreso civilizador. Nos hablarían de un proceso ambivalente, donde la violencia del exterminio y esclavitud convivió con el pacto, la asimilación y la supervivencia cultural. Las propias fuentes romanas, escritas por los vencedores, narraron las campañas donde hubo masacres; para quienes las sufrieron, fueron trágicas experiencias, pero se practicó con más frecuencia el pacto, una estrategia de supervivencia, muy humana, por otra parte.
Muchos pueblos buscaron negociar y aprovechar las ventajas de un imperio más avanzado en conocimientos técnicos que ofrecía integrarse en una red de caminos y mercados y una nueva jerarquía legal. En el largo plazo, nos dirían, la península se convirtió en una de las regiones más romanizadas del Imperio porque sus gentes convirtieron la imposición en herencia, y la herencia en cultura compartida.
Relieve que representa a las legiones romanas en formación
En la Edad Media se produjeron rebeliones contra el feudalismo. ¿Qué reclamaban los que protestaban entonces contra el sistema?
Hubo dos espacios diferenciados de conflictos sociales. El 85% de la población eran campesinos que lucharon contra los tributos y abusos de unos señores (aristócratas, eclesiásticos o reyes) que designaban alcaldes y jueces y eran dueños de vidas y haciendas. Soñaron con ampliar sus libertades personales y el derecho a trabajar su tierra sin servidumbres ni miedos. Cuando las guerras entre los señores, las malas cosechas o las epidemias generaban miseria y hambre, estallaban los incendios de castillos, la ocupación de tierras o la matanza de los diezmeros y recaudadores de tributos.
En las ciudades fueron los artesanos, aprendices y pequeños comerciantes quienes se sublevaron contra el poder de los señores feudales. Aspiraban a participar en el gobierno de sus propios oficios y negocios.
En suma, a lo largo de esos siglos hubo una persistente aspiración a la igualdad básica de modo que nadie pudiera considerarse dueño de otra persona. No existía aún un lenguaje moderno de derechos, pero sí una conciencia de injusticia y un sentido de comunidad entre los sin voz.
¿Por qué considera que la calificación de “Siglo de Oro” es controvertida?
La expresión Siglo de Oro se desarrolló sobre todo con el romanticismo nacionalista del siglo XIX para designar los tiempos en que florecieron intelectuales y creadores. Es una etiqueta tan fascinante como engañosa, pues la vida cotidiana de la mayoría transcurría entre la miseria y la violencia. Hubo oro en las letras y en las artes, no en la vida de los habitantes de aquella sociedad.
'Vista de Sevilla en el siglo XVI', por Alonso Sánchez Coello
Imaginamos en ocasiones a los castellanos de los siglos XVI y XVII como imperialistas recalcitrantes. ¿Esto es cierto o había también gente que estaba harta de tantas guerras en Europa?
Fueron las élites castellanas las que expandieron la idea de una empresa universal defendiendo la cristiandad y propagando el poder de una monarquía que se consideraba elegida por Dios. La inmensa mayoría trabajaba para sobrevivir, sin tiempo para pensar en hazañas imperiales. Eso sí, los hidalgos emigraron a América para conquistar y enriquecerse a costa de los indígenas o importando esclavos de África.
Ahora bien, desde fines del siglo XVI, las guerras continuas vaciaron los campos y las arcas, y en el siglo XVII surgió entre las élites el desengaño y la conciencia amarga de un imperio que se sostenía con el sacrificio de muchos y el beneficio de pocos. Así lo denunciaron Quevedo en El Buscón, Gracián en El Criticón, y Saavedra Fajardo en sus Empresas políticas. La mayoría no vivió el imperio con orgullo, sino como una carga.
Es muy interesante que contemple en el libro los virreinatos americanos. ¿No le parece empobrecedora la tendencia a hablar de lo que ocurría en España sin tener en cuenta el otro lado del Atlántico?
La historia de aquellos tres siglos no se comprende sin el otro lado del Atlántico. No hubo dos universos separados, sino que fue la primera experiencia global de la modernidad, porque los virreinatos constituyeron centros alternativos de poder, riqueza y mestizaje. Se considera que la “economía-mundo” nació entonces, el primer peldaño de la actual globalización, a partir de los dos imperios ibéricos, el hispánico y el portugués.
Cierto que no fue un imperio homogéneo, sino una red de sociedades interdependientes y muy desiguales, donde los pueblos originarios –que sobrevivieron a epidemias, guerras y trabajos forzados– reelaboraron sus tradiciones adaptándolas al nuevo marco colonial.
Familia mestiza en la América del s. XVIII
Los africanos, trasladados forzosos como mercancía esclava, aportaron creencias y expresiones, mientras los criollos desarrollaron un sentimiento de pertenencia distinto, en tensión con la metrópoli.
La guerra carlista fue más que una lucha por el trono. ¿En qué sentido? ¿Por qué los campesinos apoyaron a los contrarrevolucionarios?
La lucha por heredar el trono no moviliza a nadie. Fue una guerra entre los defensores del régimen señorial y absolutista y los revolucionarios que impulsaban una sociedad liberal. Hubo una extraordinaria sublevación campesina con una geografía muy dispar (desde el norte hasta la Mancha o el sudeste peninsular) que aprovecharon los absolutistas para impedir la revolución liberal que nacionalizaba y privatizaba las tierras de señorío –la riqueza fundamental de una sociedad agraria–.
Esto, simplificando, ocurrió porque el discurso de libertad e igualdad se construyó sin contar con los campesinos y a costa de sus tierras. Fue un proceso más complejo, porque aquella tremenda guerra civil de siete años permitió conservar privilegios y fueros en unos casos y consolidar las nuevas propiedades desamortizadas en una sociedad gobernada por los liberales moderados.
Primera guerra carlista, según el pintor Francesc de Paula Van Halen
“Que las hembras no se cuentan ni hay nación para este sexo”. Así protestaba contra la discriminación de la mujer un poema del siglo XIX. ¿Se hizo la revolución liberal sin tener en cuenta las necesidades femeninas?
Así fue, y, sin embargo, la revolución liberal abrió las compuertas para que las mujeres pudieran hacer suyas las consignas de libertad e igualdad. Así hizo Carolina Coronado, joven extremeña que lanzó un poema titulado “Libertad”, reclamando la igualdad de las mujeres y criticando que los liberales no cumpliesen su programa político. Coronado, junto con otras como Gertrudis Gómez de Avellaneda y Concepción Arenal, abrieron un primer feminismo en España, pioneras también contra la esclavitud en Cuba y Puerto Rico.
Vayamos ahora a la Segunda República. ¿Cómo recibieron el cambio de régimen las izquierdas revolucionarias: socialistas, comunistas y anarquistas?
Hubo distintas visiones del cambio. La República nació como proyecto liberal-democrático para los republicanos y la concebían como un punto de llegada. Sin embargo, para los socialistas del PSOE y la UGT, la República era el punto de partida para las reformas sociales, la educación pública y la legislación laboral, y de ahí pasarían a la revolución proletaria.
De hecho, los socialistas estuvieron cercanos a los comunistas, y estos, una minoría, concibieron la República exclusivamente como etapa de tránsito a la revolución proletaria.
Celebraciones de la proclamación de la Segunda República Española en Barcelona, 1931
Por su parte, los anarquistas de la CNT y la FAI impugnaron la República frontalmente, pensaban que el Estado era algo a destruir, que el cambio solo vendría “desde abajo” por la acción directa y la autogestión obrera. De ahí su oposición a participar en las instituciones y su papel tan desestabilizador en sus continuas huelgas generales contra el sistema en 1932 y 1933.
No hubo dos Españas. ¿Por qué?
Esa idea no nació en 1936. Ya en 1912 Antonio Machado la expuso en verso (“Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”), y estaba en las páginas de Unamuno, Ganivet o Costa, que vieron un país dividido entre fe y razón, tradición y progreso. En la Guerra Civil todos dijeron ser la “España verdadera” y acusaron a los “otros” de ser la anti-España. Desde 1939 el franquismo utilizó la “anti-España” para justificar sus fusilamientos y la represión.
Pero en la Guerra Civil no hubo dos bloques homogéneos. En la zona republicana convivían reformistas liberales, socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos de centro e independentistas catalanes o vascos. En el sector sublevado hubo monárquicos, carlistas, falangistas, católicos, militares y conservadores. Franco impuso la unidad por la fuerza, no por consenso.
Hay datos reveladores que no suelen contarse. No pasaron de 120.000 los voluntarios alistados en la zona republicana y unos 100.000 en la zona sublevada. La mayoría no quiso la guerra. De los cinco millones de varones en edad de ser reclutados, el gobierno republicano alistó a 1,3 millones de jóvenes, y los sublevados a 1,2 millones. O sea, 2,5 millones de jóvenes forzados a combatir. Pero otros 2,5 millones de jóvenes se libraron porque 700.000 fueron declarados “inútiles” o “exceptuados”, y 1,8 millones fueron “prófugos”. La mayoría no quiso hacer la guerra, y estos datos obligan a moderar el calibre épico de la violencia.







