En la actualidad acostumbramos a confundir memoria histórica con memoria democrática, es decir, con el recuerdo de las luchas que han hecho posible un sistema de libertades. Sin embargo, las dictaduras también tienen su forma de recordar el pasado. Lo construyen a su imagen y semejanza, como una herramienta para legitimar su posición de dominio.
El franquismo, obviamente, no fue ninguna excepción. Los vencedores de la Guerra Civil impusieron su particular forma de entender el conflicto, perfectamente maniquea, en la que ellos eran los buenos y el papel de malos se adjudicaba a todos los demás.
La victoria franquista en 1939 supone una reacción virulenta contra todo lo que representa la Segunda República, identificada sin más con lo demoniaco. Para los vencedores, como señaló el historiador Ricardo de la Cierva en su Historia del franquismo (1975), “la República era el compendio de todos los males, la institucionalización de todas las aberraciones”.
La memoria histórica oficial se encarga de insistir, una y otra vez, en la guerra como origen del régimen. Los vencedores no solo han ganado, también quieren que nadie lo olvide. Es por eso por lo que muchas niñas, nacidas por entonces, reciben el nombre de Victoria. Por idéntico motivo, los periódicos de 1939 recuerdan con gran intensidad a los muertos del lado franquista.

Entrada de las tropas de Franco en Barcelona tras la declaración de la victoria del bando nacional el amanecer del 26 de enero de 1939
En noviembre de ese año, sin ir más lejos, es noticia el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera. Cuando la comitiva pasa por Cuenca, el silencio solemne se ve interrumpido por el rezo de los responsos. El fundador de Falange es llevado al monasterio de El Escorial, un mausoleo que se estima a la altura de la gloria de aquel “bravo caballero que arremetiera en gallarda postura contra los malandrines que ofendían y explotaban a España”, como recitaba una noticia de un medio de la época.
El cortejo fúnebre es una ocasión de oro para reafirmar los principios políticos propios. También para hacer apología de lo que ahora denominaríamos masculinidad normativa. Aquí se considera que la exteriorización de dolor nada tiene que ver con la debilidad femenina. Aunque los hombres, por lo general, no lloran, el homenaje a José Antonio representa una clara excepción. Los antiguos combatientes de la Guerra Civil pueden, esta vez sí, sacar a relucir sus emociones: “El héroe tiene derecho a llorar cuando sus lágrimas han de caer sobre una tierra empapada en su sangre”, se lee en el mismo diario.
¿Por qué estas expresiones de necrofilia? ¿Es solo porque los hechos están aún demasiado frescos? Doce años después, el político Baldomero Argente se manifestará rotundamente en contra de dejar que el pasado pase: “Olvidar lo que tan cerca está aún en el corazón y aún nos duele, no sería olvido: sería amnesia y la amnesia es hermana de la idiotez”.
Culpable de decadente
La dictadura, por tanto, presume de “memoria histórica” y lo hace con el empleo de esta misma expresión. Se trata de “recordar” los acontecimientos recientes, pero también de prolongar, hacia el pasado remoto, una determinada idea de España. Para los vencedores, hay que romper con un larguísimo declive, en el que la nación se ha visto a merced de sus enemigos, internos y externos.
Esta es la idea que expresa el conde de Mayalde en 1940 con ocasión de un homenaje a Heinrich Himmler, uno de los cabecillas del Tercer Reich: “Camaradas italianos y alemanes, si existe un pueblo de memoria histórica, es el español, por ello no podrá olvidar las afrentas de que ha sido objeto durante varios siglos de decadencia por ciertos odiados poderes del mundo”.

Heinrich Himmler pasa revista a una formación de las tropas a su llegada al aeropuerto de El Prat de Barcelona
En el terreno judicial, la obsesión por el pasado reciente se manifiesta en la Causa General, un macroproceso concebido para perseguir todos los delitos cometidos durante la “dominación roja”. Hay una voluntad de que ningún asesinato quede sin denunciar. Se impulsan, mientras tanto, exhumaciones de víctimas, presentadas sistemáticamente como caídos por Dios y por España.
Había que permitir que los familiares pudieran trasladar a un cementerio a sus seres queridos. Así, una orden del 6 de mayo de 1939 fijó un plazo de seis meses para todos aquellos que desearan recuperar el cadáver de un familiar. Ante la avalancha de solicitudes, el régimen, un año después, prolongó el tiempo que se había establecido. Los peticionarios estaban exentos del pago de derechos sanitarios, aunque sí debían satisfacer otros gastos en nada irrelevantes, como el pago del féretro.
Cifras fantásticas
La contabilidad del franquismo respecto a la represión republicana no se distingue por su rigor. La investigación estuvo plagada de errores, al incluir también a muertos del otro bando y a caídos en acciones de combate. Eso era así, sobre todo, porque no se trataba de buscar la verdad, sino de desprestigiar a la República.
Franco, en 1938, acusó a los que denominaba “rojos” de matar a 470.000 personas. Cuatro años más tarde, la Causa General, instruida por los vencedores, rebajó esta cantidad a 85.940. En la actualidad, los historiadores más solventes barajan cifras que oscilan entre las 38.563 y las 50.000 víctimas. Aunque pueden parecer pocas si se comparan con las estimaciones iniciales, es forzoso reconocer que siguen siendo muy altas.
La memoria histórica franquista culminará con una construcción faraónica, el Valle de los Caídos, inspirado en los monumentos conmemorativos que surgieron en Europa tras la Primera Guerra Mundial, tanto en dictaduras como en democracias. Es el caso, por ejemplo, del Osario de Douaumont, en homenaje a los soldados franceses que murieron en la batalla de Verdún. En Italia, Mussolini inauguró, en 1938, el Sacrario di Redipuglia, que alberga los restos de miles de soldados caídos durante el conflicto de 1914-18.
Como correspondía a un régimen basado en el aplastamiento de media España por la otra media, las obras de Cuelgamuros se hicieron con presos republicanos que deberían redimir pena a partir de su trabajo forzoso.
La divisa de la concordia
El año 1939, a nivel de memoria, fue uno de los dos momentos fuertes de la dictadura. El otro tuvo lugar un cuarto de siglo después, en 1964, cuando, en un contexto de creciente prosperidad, el régimen aprovecha el aniversario de la Guerra Civil para lanzar la campaña “25 años de paz”. Se trata de legitimar el franquismo y, a la vez, adaptarlo a los nuevos tiempos. Por eso se habla de “paz”, un término que evoca concordia, y no victoria.
El cineasta José Luis Sáenz de Heredia, en la película Franco, ese hombre (1964), retrata al dictador como un anciano bondadoso que viste de civil, se preocupa por sus nietos y practica aficiones como la pintura, la caza o la pesca. El golpe de Estado de 1936 se presenta, una vez más, como una “inevitable cirugía”, puesto que, según el protagonista, no hay gran obra sin sacrificio.

Franco y su mujer, Carmen Polo, presiden un acto en 1964
En la entrevista que Franco concede al director, un Sáenz de Heredia en actitud reverencial plantea lo que es el punto fundamental del mensaje de la cinta: los jóvenes tienen que comparar el país recibido, tres décadas atrás, con el país legado a las nuevas generaciones. El “Caudillo”, sin ruborizarse por tanto elogio desmedido, se jacta de su fe en España y de haber devuelto a los españoles la fe en sí mismos.
Dos años después, un todavía adolescente Víctor Manuel, imbuido, como tantos españoles, de esta memoria histórica, da a conocer su canción Un gran hombre, en la que elogia a Franco por haber conseguido el resurgir nacional. El joven se presenta como alguien que no ha vivido el trauma de la Guerra Civil, pero que aun así está agradecido al jefe del Estado: “Vivo feliz en la tierra que aquel levantó”. La contienda habría consistido en alejar “el azote de aquella invasión”. Se presupone que tal invasión sería la del comunismo internacional, de acuerdo con la versión oficial que daba el régimen sobre la guerra.
La dictadura decía, en lo sustancial, lo mismo de siempre, pero trataba a la vez de actualizar su mensaje. Ese era el objetivo de la Sección de Estudios sobre la Guerra de España, una entidad creada en 1965 que no dependía del Ministerio de Cultura, sino del de Información y Turismo. Era lógico que fuera así, porque su finalidad no era científica, sino propagandística. Había que dar buena imagen, así que mejor abandonar términos demasiado gastados como “Cruzada” o “Guerra de Liberación”. En adelante, mejor utilizar el de “Guerra de España” para dar apariencia de objetividad.
El director del nuevo organismo, Ricardo de la Cierva, famoso apologista del régimen, iba a convertirse en un personaje muy mediático, sobre todo gracias a sus libros distribuidos en fascículos.

Ricardo de la Cierva (dcha.) junto al editor José Manuel Lara en 1989
Teniendo en cuenta su procedencia ideológica, no era poca cosa que De la Cierva se atreviera a criticar el extremo maniqueísmo que dominaba la interpretación conservadora de la Segunda República. En su Historia del franquismo, él mismo reivindicó, en los siguientes términos, su talante aperturista, incomprendido por los partidarios más recalcitrantes de la dictadura: “Cuando este historiador, desde dentro del régimen nacido en 1939, tuvo la ocurrencia de poner al frente de su primer libro de historia –publicado en el año 1969– un texto de Manuel Azaña, recibió los primeros insultos y las primeras sospechas de sus correligionarios”.
Por otra parte, De la Cierva cuestionaba también el relato oficial de la Guerra Civil como una lucha contra el comunismo, al reconocer que los comunistas, antes de iniciarse el conflicto, eran muy escasos.
Curiosamente, aquel autor procedente de las filas de los vencedores, al contrario de los que estos acostumbraban a hacer, criticaba a la Segunda República, tal como se había instaurado en 1931, por no ser lo bastante radical y comportarse, de hecho, en términos conservadores: “Porque la República, considerada por sus enemigos como una peligrosísima revolución, muy poco tuvo de revolucionaria […] Cambió la corona por el gorro frigio; pero se convirtió en el último disfraz de la Restauración, hasta con ministros de la Corona en el poder”.
Enarbolando el fantasma de la guerra
La memoria histórica, en manos del franquismo, se convierte en un instrumento para la deslegitimación de la oposición democrática. Hay que rechazar cualquier aventura al margen del régimen porque, de lo contrario, el país corre el riesgo de resucitar sus viejos demonios y precipitarse de nuevo por el abismo de otra contienda fratricida.
Para comprobar cómo funciona en la práctica esta apelación al pasado, vayamos a Lorca (Murcia) en 1961. La policía acaba de confiscar una multicopista en el domicilio del sacerdote Juan López Bermúdez, consiliario de la JOC, el movimiento de jóvenes obreros cristianos. Con aquel aparato se habían impreso unos documentos en los que se convocaba una reunión. Cuando el cura supo que el gobernador civil y el arcipreste prohibían su celebración, enseguida respondió que él no acataba órdenes injustas. Un funcionario le dijo entonces “que quizá fuera conveniente recordar el millón de muertos de nuestra pasada Cruzada y el peligro que supone tratar de levantar a la masa trabajadora”.

Manifestación falangista en Valencia en 1962 contra la reunión celebrada en Múnich por la oposición democrática al franquismo
El mensaje para López Bermúdez era cualquier cosa menos sutil: todo lo que fuera cuestionamiento del poder desembocaba, por fuerza, en el caos y la violencia. La naturaleza clasista de la dictadura aparece aquí en términos especialmente descarnados: tratar de organizar a los obreros equivale a abrir la caja de Pandora que conduce al enfrentamiento. Desde esta óptica, la Guerra Civil habría sido provocada por los demagogos que intentaron revolucionar al proletariado. Los cristianos de izquierda, veinticinco años después, venían a resucitar los mismos errores del pasado, y eso era algo que no se podía tolerar.
No nos encontramos ante una visión científica del pasado. Lo importante es construir una propaganda que sirva para un claro propósito de adoctrinamiento y control social. Entonces aún no se utilizaba el concepto de “guerra cultural”, pero eso era exactamente lo que acometía el régimen con la historia como arma.