Una pistola en cada bolsillo

Crisis en Oriente Medio

El Gobierno libanés y Mahmud Abas acuerdan desarmar los campos de refugiados palestinos

Children attend a demonstration in support of Gaza at the Bourj Barajne Palestinian refugee camp in Beirut on October 11, 2023. (Photo by Christina ASSI / AFP)

Niños en una manifestación de apoyo a Hamas en el campo de refugiados palestino de Burj el Barajne, en Líbano

CHRISTINA ASSI / AFP

La primera vez que tuve una pistola en las manos fue con cuatro años”, dice Badi el Habet, miembro de Al Fatah en Burj el Barajne, uno de los campos de refugiados más antiguos de Líbano, en el sur de Beirut.

Badi hace ruta por las estrechísimas calles –en la mayoría sólo cabe una persona– del enclave, fundado en 1948 para acoger a los palestinos expulsados por la nakba (la catástrofe, en árabe). “Fíjate en los bolsillos traseros de los hombres”, dice señalando a un motorista que maniobra entre puestos de frutas y niños corriendo. “Aquí todo el mundo va armado; forma parte de la cultura”.

Hamas, Al Fatah y otras facciones, divididas ante el anuncio de la retirada de las armas de los campos

El Gobierno libanés y el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abas, acordaron tras una reunión en el palacio de Baabda el desarme de los doce campos palestinos del país, al mismo tiempo que negocia con Hizbulah la deposición de las armas y devolver el “monopolio de la fuerza” al raquítico ejército libanés. Al menos 250.000 palestinos viven en territorio libanés; prácticamente ninguno nacido en su tierra de origen. Hijos, nietos y bisnietos de refugiados, que a pesar de haber crecido en ciudades como Beirut o Sidón no tienen derecho a un pasaporte libanés, sino a un documento de viaje palestino. Tampoco pueden ejercer ciertas profesiones de prestigio o votar en las elecciones.

A efectos prácticos, campamentos como Burj el Barajne
–convertido con los años en un denso barrio de pisos informales e insalubres– están gestionados por organizaciones palestinas como Al Fatah, Hamas o la Yihad Islámica, que dividen su área de influencia callejón a callejón. “Nosotros estamos de acuerdo con el presidente (Abas)”, el líder de su partido, asegura Badi, aunque “hay otros grupos a los que no les gusta nada la idea”. En la pared, varios carteles con la efigie de Abu Obeida, portavoz de Hamas en Gaza, siempre envuelto en una kufiya roja que le tapa el rostro, recuerda que hay otras facciones que podrían resistirse a devolver los kaláshnikovs escondidos en trastiendas y dormitorios del barrio.

Es el caso de Hajj Abu Nasser, de 62 años, que vende cigarrillos en el mercado principal del campo y desconfía de las autoridades libanesas. Se expresa con un tic muy palestino: “Soy de Jalil, en Cisjordania, pero nacido en Yarmuk (Siria). Vivo en Beirut desde el inicio de la guerra en mi país”.

“Al menos en Siria teníamos derechos como ciudadanos; aquí vivo en la miseria”, explica Hajj. A pesar de llevar la destrucción y el exilio en su ADN, reserva esperanza para las generaciones futuras de palestinos. “Los españoles tienen una tierra a la que volver, los libaneses también. Mi patria es la sangre que tengo en las venas”, asevera.

Las imágenes de Gaza tampoco impresionan a Samira, nacida en Acre –actualmente territorio israelí– en 1947, un año antes de la creación del Estado de Israel. “Es nuestra historia, siempre se repite. Pero yo aún creo que un día podremos volver”. El desarme de los campos palestinos irá acompañado, según el presidente libanés, Joseph Aun, de más derechos para la comunidad, una de las más pobres del país junto a los sirios, y que aún enaltece los años de Arafat en Beirut con grafitis y retratos en cada esquina. “Será difícil”, admite Abu Nasser, que no olvida “Sabra y Shatila”, la matanza perpetrada por facciones cristianas libanesas en dos de los campos de refugiados. “De eso aprendimos que nadie nos protege, sólo nuestras armas”, concluye.

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